16 enero 2007

Final de lo mismo


releer esto es bajar la cabeza, putear de cara contra un nuevo cigarrillo, preguntarse por el sentido de estar tecleando en esta máquina, para quién, decime un poco, para quién que no se encoja de hombros y encasille rápido, ponga la etiqueta y pase a otra cosa, a otro cuento

Julio Cortázar



La ironía es la forma más alta de la sinceridad
Enrique Vila-Matas


Ésta, la ciudad por mí llamada Sebastopol, es un lugar cojonudo si te enamoras y casas con la mujer perfecta y tienes dinero y tienes un coche (preferiblemente caro).
Y más ideal aún si luego tu mujer perfecta y tú traéis niños deseados al mundo.

Esto es una despedida.
Por supuesto que se acaba Sebastopol, qué eminente alivio.
Mi tarea, si alguna vez lo tuvo, deja de tener sentido.

Voy a descansarme.

Feliz viaje a tod@s.

15 enero 2007

Usted no sabe hacer cola (v.3)


(…) repetir, reiterar, fórmulas de encantamiento, verdad, a lo mejor vos que me leés también tratás a veces de fijar con alguna salmodia lo que se te va yendo, repetís estúpidamente un verso infantil, arañita visita, arañita visita, cerrando los ojos para centrar la escena capital del sueño deshilachado, renunciando arañita, encogiéndote de hombros visita, el diariero llama a la puerta, tu mujer te mira sonriendo y te dice Pedrito, se te quedaron las telarañas en los ojos y tiene razón pensás vos, arañita visita, claro que las telarañas.

Ahí, pero dónde, cómo. Julio Cortázar

13 enero 2007

Usted no sabe hacer cola (v.2)

Ya sólo aúlla en suspenso el pálpito ulterior

Si bien no lo juzgarán verosímil, es una realidad: No me desplomó la tristeza. Tenía la ciudad a mis pies y no era dueño de nada. Al borde de gimotear, al límite, pero callado y haciendo alarde de una serenidad portentosa me senté. Fue fácil hacer pasar el tiempo, sin los aterradores pensamientos del sufrir y de la angustia. Tres perros exaltaban las fuerzas de la Naturaleza. Cuánta inquietud en ellos. Yo sin pensar, ya se piensa demasiado el resto del tiempo. Y tiene razón Josele, “pensando no se llega a ná”. Fuera tópicos, al carajo los clichés. Palestina se me asemeja a un hermano extraviado, lo leo en el adoquinado del monte. Crucificado en piedra y no hay marcha atrás. Que preparen misiles, tanques, aviación militar. Yo volaré más alto, yo volaré más rápido que sus pájaros de acero. Y sin alas, haciendo de la ciudad y de mí un sinónimo.
Antes de lo imaginable advierto, trémulo, que voy a petar.

12 enero 2007

Réquiem #2

Ya se han dicho las cosas más claras,
se comparten secretos idiotas,
ya se tuerce el camino entre tú y yo,
las botellas se tiran y explotan.

Me preguntas si como yo son los demás:
Ni lo sé ni lo quiero pensar.


“Ni lo sé ni lo quiero pensar”. Sr. Chinarro, El mundo según



Poco más que contar, enfilo el camino rutinario remontando el repecho breve al torcer la esquina, segundo giro a la izquierda y supero los contenedores y la marquesina, la papelera sin fondo, la acera a la que le vendría divinamente un lavado de cara (de la carretera se podría decir lo mismo), la fila semiserpenteante de turismos y chalés, los cruces cómodos en aceras semicómodas, los arcos pulidos de ladrillo y tirando a rojizos, otra marquesina de autobús, otro paso de peatones civilizado las más de las veces, esquivo sin perder el ritmo a un perrito y a un perruzo, esquivo a algún que otro hijo de puta, un-dos, un-dos, militares, Guardia Civil, Policía Local (bueno, éstos no están), reflejos disimulados en las lunas de los coches, pequeños y medianos comercios, gesto como de aterido (no es de extrañar), pasos irregulares, biblioteca y auditorio, plaza con zona comercial, algún tendero desagradable, alguno vencido, yo no, me repito, yo no, yo no soy de ésos, más cruces y marquesinas, más arbolitos, excrementos sin identificar ni recoger por el suelo, más esquinas que se tuercen, vamos, que torcer, ahora pasadizos estrechos, para hablar casi de un riesgo para vidas y no-vidas, parque con cipote horrible, Parque Don Cipote (la polla tiene hasta orejas, la cabrona), ya es apropiado afirmar que desciendo, no en vano la cuesta abajo se hace pronunciada, en vano mantengo el ritmo y un hombre delante de mí camina como a retroceso, sé bien lo que digo, mezcla de despreocupación y desasosiego, muchas temporadas así, mucho tiempo por delante en esas condiciones, bajada o rodaje, slalom, buzón de Correos, multitud de sucursales bancarias, mis bolsillos vacíos, Sebastopol se difumina con mi cadencia demencial.

10 enero 2007

San Fernando, el relámpago entre las nubes

Nuevamente la araña urdiendo como un enjambre en las galerías. Eso suponiendo que se dedicase en exclusiva a tejer su tela. Menudo brío, cómo se las gastaba la araña. Se emperraba en llamar mi atención cuando llegaba a San Fernando en trenes que no pasan de allí. Por mucho que quisiéramos los trenes no pasaban de allí, de San Fernando, era un factor inapelable. Y a tener en cuenta.
Añoramos después sin solución, con poca fe, a los autobuses que nunca acaban con su itinerario. Suplicamos por alcanzarlos, subirnos y permanecer sentados así de cerca horas, días, la vida entera. Inútil. Siempre la bifurcación en Avenida de América, la L maldita. Para mí el pasillo largo y angosto, la crisis, siempre la crisis. Para ti era como silbar. Qué cómico.
La vida tiene estas cosas, parece que uno nunca pueda estar conforme, unas veces se gana y otras se pierde, bla, bla. Etcétera. Estoy más que hastiado de esta cantinela. Me cansa repetirme. Pero debo hacerlo.
El tiempo cura las heridas, lo cura todo, tiempo al tiempo, bla, bla, bla. Etcétera, etcétera.
Nuevamente la araña urdiendo como un enjambre en las galerías. Punzante. Aristas en las patitas de la araña.
Cuando llegue a San Fernando en trenes que no pasan de allí, una vez más, el relámpago entre las nubes.

09 enero 2007

El extraño

Secándose circunspecto con una vieja toalla una vez que ha tomado una ducha en la Plaza del Fontán, mirándose lento al espejo, a las estrías y la barba que asoma puntiaguda por las mejillas, hurgando en sus ropas en busca del mechero, peinando con virulencia sus cabellos hacia atrás, sin saber el porqué de su aparente calma, concluyendo a la vez que estorba el nerviosismo ahora que los acontecimientos han llegado a su fin, cuando no hay segundas oportunidades ni un nuevo remorder.

Lauro ha abandonado la playa y saltado sobre la gente tumbada al sol, ha esquivado a los bañistas mientras corría del mar hacia la orilla, luego de la orilla a la arena, luego de la arena al muro, luego del muro a las escaleras y de las escaleras a la ciudad. De ninguna de las maneras se ha detenido entre las calles más modernas y las barriadas monótonas y funcionales, y se ha colado en el casco antiguo, y pronto, trotando paralelo a la Catedral, ha virado bruscamente y se ha encaminado hacia El Fontán en una suerte de catarsis estúpida.

Lauro no tuvo la ocasión en su irreversible regreso de entablar una afable conversación con ningún conocido, le fue imposible sostener en compañía una taza de café y encima ahora casi rezaba por lo opuesto, no quería sufrir ningún inesperado encuentro que entorpeciera su idea de reubicación, sólo esperaba poder salvarse de que todo se derramara y se perdiera por los intersticios del tiempo y el espacio. Tal objetivo es de los que se conquistan en perfecta intimidad, se dijo.

Amarillo, rojo, negro, azul, amarillo, amarillo, verde, rojo, rojo, rojo, rojo... Lauro es capaz de visualizar cada uno de estos adjetivos con una meridiana y expeditiva representación mental. Lauro hubiera dado cualquier cosa por no verse en éstas, nada parecía predecir que el curso de los acontecimientos desembocaría en semejante final, pero la realidad se inscribía así de tozuda, nada son unos pasos de más o de menos, trata de alcanzar la salida cuando todas las puertas se encuentren tapiadas.

Lauro llegó a la ciudad de madrugada, recogió su equipaje, se lo cargó al hombro, buscó los baños somnoliento, entró, orinó, se lavó las manos y se secó con las toallitas higiénicas; al girarse le abordó un hombre, se zafó de él tras un pequeño forcejeo, lo arrojó al suelo y le asestó un duro golpe con un pedazo de tubería que se apoyaba contra la pared; en segundos, mientras la sangre corría, Lauro se marchó deprisa del escenario, siguió todo recto, hacia donde comienza a divisarse el mar.

08 enero 2007

Pintar de gris

“Te he coloreado el calendario”, me dijo poniéndose en pie. “Mejor así, hacen falta colores, hay que ponerle color a la vida”, contesté yo para arrepentirme como un relámpago, porque de gris había coloreado ella mi calendario.

Los matices de gris, de los que se habla hasta la saciedad, a mí de bien poco me sirven, no quiero el gris para nada, ni con ni sin matiz.

Prefiero hurgar con la frente en las raíces, eso escribí hace más de diez años, y en ese grupo trato de alinearme, y voy camino del chiste, dicho sea de paso.

Desde luego, hacerse tantas veces las mismas preguntas no le haría sospechar a nadie que se enfrenta a un tipo inteligente.

Yo viajaba el otro día en barco y miré el reflejo en el mar del hombre que tenía delante, y puedo jurar que no era la misma persona, y a su vez puedo insistir hasta la blasfemia que el que iba detrás de mí tampoco, ya que de él contemplé también su transmutación imposible en el espejo rugoso del mar.

Todo, después de mirar mis manos reflejadas, y saber que no eran, que eso no era mío.

Yo escuché sobrevolarme un avión y lo capté en el momento del despegue, y hubiera preferido que ese avión me llevara junto a los otros a Madrid, que me sacara del agujero cenagoso.

Pero ese avión lo perdí.

Yo supe violentamente que tu ritmo insomne de respiración acabaría trayéndome un disgusto, que tú, ella, anhelaría una vida mejor, no ese descomunal barril de pintura gris al que darle matices y quedarse tan anchos.

Guardado además en el trastero.

Así que “te he coloreado el calendario”, me dijo, y yo lloré sobre los números que como nieve recién pisada se vistieron de gris, y mi llanto salado de agua indiferente no sirvió ni para darle un mísero matiz a nuestro cuadro recién estrenado.

04 enero 2007

Barrido

Un roce modulado en la piedra, y ese sonido característico. El hombre, de unos treinta y cinco años, ejecuta el movimiento de una manera más tácita que reconcentrada. Se absorbe en pos de atrapar con la vista toda la plaza con un solo arranque, el de las energías ya vaciadas y las metas austeras. Lo que contempla tras cuatro intentonas es un cuadrado que se estira proyectando y rememorando rectángulos defectuosos. En el centro, no geométrico mas centro al fin y al cabo, una farola emerge y sustenta la pila de cuatro fuentes pequeñas en cada costado; el agua no es potable. La plaza está prácticamente cerrada, su flanco este es el más desnudo. Cinco casonas y dos edificios oficiales vertebran y distribuyen los espacios. La vida la aportan los niños, los balones, los transeúntes atosigados, los ancianos con su cháchara y su callar inquieto, los hombres que, no tan mayores, están faltos de ocupación o motivación; de estos últimos se diría que mantienen sitiada la plaza.
El hombre no es partidario de iniciar un catálogo descriptivo de lo que le rodea, su misión es otra bien distinta, barrer la suciedad del suelo. Tampoco estaría a priori en disposición para el avispero meditativo, el laberinto de las complicaciones del cavilar, al menos no porque vaya incluido en su salario; si cultiva el pensamiento es por voluntad propia (que conste).
Se echa pues a la espalda algún que otro pesar, sus ganas por encontrarse al borde de aquella plaza tan distinta a ésta, más al sur, junto a la ermita. A los pies está la ciudad y, a lo lejos, la fortaleza y los palacios saludan hermosos con su iluminación de tardes que caen y desaparecen sin perturbar. Sentada lateralmente a su lado, frente a él como en tantas ocasiones, estaría su mujer, la persona que le había desgarrado el alma cerrando una maleta y una puerta y arrojándole una mirada de soslayo. Necesitaba ceñir su risa reconfortante, su palabra y silencio adecuados, siempre adecuados. Igual de perfecta era su retentiva, esa manera celestial de imbuirse, empaparse con hasta el más mínimo detalle de sus pasiones y recitárselo por sorpresa: la filmografía de algún rarísimo director oriental, los más extravagantes apuntes bibliográficos de Chet Baker o de Borges -por ejemplo-, o los títulos de los capítulos en que Sábato dividió su obra Sobre héroes y tumbas. Y lo mejor es que ella se lo recitaba todo al oído. Quizás fuera lo que más apreciaba: que lo dijera dulce al oído, y aquello sí que no tenía precio, y ahora se daba cuenta.

Terapia musical
La canción “Sometines”, My Bloody Valentine, loveless.