22 mayo 2007

Las pilas se agotan (otra de existencialismo barato)

Con la marca de los minutos que restan, con el color rojo intenso asomando, sigo sin enterarme de nada, y asemejo hallarme en el más lindo de los reinos. Acuden a mí señales y signos, simbología preclara que me encapricho en despreciar con arrogante impericia, cuando no demuestro más que tosquedad, desidia, indolencia y la más cruenta seguridad de mi condición de pusilánime.
Si la alarma se dispara de improviso tal vez no muestre inquietud, ni nada que se le parezca: con la cualidad de burro que atesoro me es suficiente, con las perlas muertas que arrojo producto de mi diarrea mental me apagaré cómodamente, sosegado de veras, con un gesto hipnótico, aquél que en el rostro de un vencedor sería un colofón perfecto.

12 mayo 2007

Imbécil (Invece #2)

Estaba tan obnubilado viajando Él en el microbús que remontaba la ciudad, que no cayó en la cuenta de que a su lado, desde sólo saben las alturas cuándo, se encontraba Ella.
Los años se habían sucedido deprisa, independientemente de que para Él muchos de aquellos días pasados fueron lentos suplicios, rayos de sol sobre pupilas resquebrajadas, ignición aguda, inherencia, logrado efecto disuasorio del sueño y de la llamada paz del espíritu.
Lo que ahora estaba en el aire era Nada, Él subía a la colina cargado de pastillas en los bolsillos, ni sabía por qué Ella estaba allí ni se lo preguntaba, llevaba impreso en la frente el código de barras del final. La atalaya más significativa de la metrópoli había pasado de ser el lugar en que los jóvenes se amaban y divertían, a ser la sede de todos esos desamparados de mirada torva que buscan un rincón donde despedirse del mundo.
¿Podía Él imaginarse que durante un tiempo fue feliz? Es probable, aunque seguro que no lo recuerda. ¿Podía -es más- suponer que lo había sido junto a Ella? Quién lo sabe. La certeza que atesora es la del reo convocado al patíbulo, la del fiel al sacrificio, la de sus compadres los desesperados que dicen adiós como si durmieran, pese a que nunca jamás despertarán.
El imperio de las certezas es el de ese montón de pastillas que protege, una medicina cuyo poder haría morder el polvo a toda la fauna de un gran circo, incluidos monos y payasos.
La mira de reojo. La tez blanca, los ojos vivarachos, una cinta sujetando el pelo. Más hermosa que nunca. Se mira las manos: tiemblan ligeramente. Mira por la ventana: adolescentes que corren y juegan, zapatos de lunares y muchas tonalidades al viento. Se siente un poco mareado.
Ella presiona el botón de “Stop”, aguarda, se planta ante la puerta, le hace una señal. Al bajarse ambos se dicen las primeras palabras, se sonríen. Ella le propone que se vean para cenar esa noche y festejar el reencuentro. Él piensa que tiene que contarle que se ha mudado de ciudad, decirle casi misterioso que lo ha abandonado todo. Luego piensa que en su vida había visto una sonrisa tan grande y llena de colores, como un arco-iris al revés. Después piensa en las pastillas, y que hay microbuses que remontan la ciudad varias veces al día, y que puede esperar a mañana.
Posteriormente, poseído por un extraordinario júbilo, camina hacia la casa de Ella contando los segundos, y marcha tan dichoso que parece que se haya tomado ya la mitad de la dosis que antes atiborraba sus bolsillos.

10 mayo 2007

La cuenta atrás (II)

En la celda de comisaría todo había sido distinto, más cierto: aunque ignoraba los motivos de mi detención, conocía mis posesiones: una colchoneta y una manta fina y sucia; o, por ejemplo, tenía constancia de que mis compañías eran un delincuente común, un inmigrante magrebí y un pequeño hombre al que no vi realizar ningún movimiento en las horas que allí compartimos, sobre el que, por cierto, juraría que ni siquiera respiraba. Podía estar seguro de que no me faltaría un vaso de café caliente (horrible pero caliente), ni tampoco un pequeño bocadillo de pan seco y duro envuelto con cuidadoso esmero en papel de plata. Incluso sabía que la charla de alguno de los agentes al cargo de nuestra custodia iba a resultar agradable (no interesante, por supuesto, sería agradable, y punto.) Además, conocía el límite máximo de mi estancia en dependencias policiales, legal y claramente establecido por nuestra carta magna, la que todos los españoles nos dimos hace aproximadamente treinta años. Tenía alguna desventaja, como carecer de reloj y de la posibilidad de intuir la noche o el día: allí la iluminación era siempre uniforme y artificial, la misma debilidad, el mismo clarear monótono y obtuso. No obstante, la hora me la comunicaba sin problemas un amable agente a cambio de descontarme una pequeña cantidad del dinero que me retenían mientras duraba mi detención. Por otro lado, tampoco tenía el cinturón del pantalón o cordones para mi calzado, ni posibilidades de asearme, así que padecía una notable e irremediable incomodidad en ese aspecto.

Pero, a fin de cuentas, nada estaba tan mal como en este aterrador cuarto donde caen piedras y se abren abismos infinitos.

En fin, que se supone que el jueves entré en la casa como un poseso y traté de incendiarla prendiendo aquellas cerillas y arrojándolas en cada una de las doce habitaciones, por fortuna deshabitadas ya la mayoría. Esto no sé si lo hice una vez finalizada la discusión o pelea con mi padre o sucedió antes y pudo ser una de las causas que la provocaran; tampoco Pamela puede afirmar nada que esclarezca lo más mínimo el absurdo orden de los hechos. Lo único claro es que padezco de un sofocante malestar que se agrava profundamente cuando se altera mi ritmo cardiaco, cuando se producen leves parones en mi corazón y pienso que entonces ha llegado el definitivo fin. O también cuando me paraliza la aterradora mirada de la anaconda de dos cabezas, a veces coloreada y serpenteante, a veces fiera y endemoniada como un dragón (pero yo no soy Perseo precisamente o Sant Jordi y no tengo espada, ni siquiera una de esas preciosas espadas modelo guerra de las galaxias, ni tan siquiera un tubo fluorescente con que simular con inútil inocencia tal arma.) Y la mirada viscosa de este monstruo, mientras espero, me provoca eso que algunos llaman un vuelco al corazón.

09 mayo 2007

La cuenta atrás (I)

Nada ha vuelto a ser lo mismo entre estas cuatro paredes en las que me encuentro, pues si hasta ahora me proporcionaban cobijo y descanso, desde hace unos días su principal misión consiste en ser, en todos los sentidos, una extraña y opresiva celda. Creo que todo comenzó durante la interminable noche del jueves cuando regresé, sin recordar exactamente cómo y a qué hora, a esta casa y recorrí cada una de sus doce habitaciones y entablé algo más que una fuerte discusión con mi padre. Es más, según nuestra asistenta, traté de incendiar cada una de estas doce estancias, extremo que me confirmó mostrándome varios restos chamuscados de cerillas de mi marca favorita en el cuarto de mi hija pequeña y de una de mis hermanas.

Algo ha cambiado, sostiene la dulce asistenta. Además, para más inri, todo puede darse por finalizado en lo que respecta a mi padre y a mí, a esa cordial relación que manteníamos ambos y que nos hacía en ocasiones inmunes ante el resto del mundo. No obstante, aún no tengo claro si este lamentable hecho debo de calificarlo de negativo: circunstancias como estar desde hace días encerrado en este cuarto no me permiten tener una claridad de ideas para formarme una opinión veraz acerca de un tema tan complejo, de tan difícil diagnóstico y solución.

Lo que Pamela, nuestra asistenta, me relató del incidente con mi padre, tuve ocasión de contárselo con mis propias palabras a mi amigo Arturo mientras pasábamos por debajo de la vía de circunvalación más importante de esta ciudad. Le hablé en un claro tono dramático acompañando, de vez en cuando, con lágrimas y gimoteos las frases más fundamentales de toda la historia (y también las secundarias y terciarias, por qué negarlo.) Después, compartí tamaño y desgraciado relato con Evaristo Peláez, mi antiguo profesor de Filosofía en el instituto del barrio, instituto al que consagré toda mi vida de bachiller mediocre. Pero Evaristo tampoco vislumbró solución alguna, ni encontró al menos palabras reconfortantes (de Arturo para qué hablar, se lo conté como un puro desahogo, todos sabíamos de su incapacidad para afrontar las cosas más elementales de esta vida), así que yo mismo tengo que indagar en mi interior y devanarme mientras sufro ante el lento paso de las jornadas encerrado en mi cuarto de paredes pálidas que se difuminan en la lejanía, como en un ocaso.

08 mayo 2007

Ocho

[...] Él pasó una noche muy mala, tardó en conciliar el sueño, sufrió continuas pesadillas y eso se hizo patente en el amanecer de aquel, más bien, feo día.
Podía recordar que se retorció entre las sábanas, poseído por la taquicardia, cuando vio su cuerpo balancearse asomado a la terraza de su sexto piso en el rememorar nítido de uno de aquellos horribles sueños. Abajo, a muchos metros de distancia, el pavimento mojado reflejaba la tenue luz y una farola de fundición que terminaba en tres afilados y relucientes picos —que le atravesarían sin duda si se precipitase al vacío— le esperaba, parecía llamarle a gritos. De hecho, él imaginó una voz, podía jurar que aquella farola era capaz de hablar sin mayores problemas. Esa voz hablaba de túneles, huecos, tierra húmeda, escarcha, vacío y hielo, bruma y tinieblas, espumarajos envolventes. El terror se apoderó de sus miembros paralizados, el vértigo le abocaba a caer sin remisión.

Abrió los ojos. [...]

04 mayo 2007

Trivialidades dirán, pero en este punto se atascaron las ruedas del carro

Con mi firme propósito de no hacer movimientos por mi parte se acabó la mañana, un pequeño suplicio como otro cualquiera, ya que se sucedieron jornadas peores, bien lo sé.

Me sorprende, ¡qué coño!, no me sorprende nada encontrar estas palabras escritas en febrero de 2006, así como que no me sorprendería nada de nada encontrarlas en cualquier escrito de fecha pretérita.

Y después qué.
¿Jornadas peores todavía?

02 mayo 2007

Entropía

Ahora que otros pueden hablar con mi voz
traduciendo manuscritos en latín
y del libro de los faraones,
reproducimos estas palabras:
Sigues lo mismo de guapa que recién casada.


Te llamaste príncipe de la decepción. Es más, materia, base química, estructura, esqueleto de la decepción. Te dijiste que no era posible ya caer vencido. Después de tanta decepción. Elucubraste con el hipotético fiasco inasible-nebuloso-hermético.
No.
Paseabas junto a la chica, como en las películas. Tres años de clandestinidad, sonrisas, miradas cómplices. Ella acumulaba seis años de feliz matrimonio.
Marcábais el paso por la Gran Vía, Alcalá, El Retiro.
Tú viniste de lejos. Ella tenía fuego en la mirada. Y en las manos. Sí, durante segundos, puede que incluso un minuto, la cogiste de la mano. Te sentías inexpugnable. Fue cuando paseábais en dirección al lago del parque en un día perfecto: Algodón de azúcar, malabaristas, payasos, barquillos. La superficie devolviendo la virulencia de los rayos solares. Esa foto que compusiste a hirviente contraluz para ella.
Enésimo y repetido error. Error garrafal.
Por qué el lenguaje opaco, por qué las mil palabras si todo podría haberse resuelto con varias.
O sólo dos.
Te limitaste en vuestros tres años a trillar el camino de lo superfluo. El ventajista de lo efímero te llamabas; y te regodeabas.
Le traías las flores más hermosas esa tarde, el ramo aguardaba en tu coche blanco tostado al sol. Esa tarde perfecta. Las habías comprado en la calle del tanatorio histórico de la ciudad. Allí se vendían las flores más hermosas que jamás contemplaras, las de tu virtud, el don de la inoportunidad. En ese lugar se recogían los más bellos ejemplares para donar a los muertos, y para cuándo a los vivos, te deberías haber cuestionado, para cuándo. Para cuando se convirtieran en muertos y ya todo fuera inútil...


De modo que pronunciadas por ella las definitivas palabras (sin palabras, qué ironía), pensaste en todo esto.
Después pensaste en las flores enterradas en el coche, en que se marchitarían sin remisión.
El coche tostado al que nunca volverías.

Para no pensar nunca más en nada.


Subimos por la Calle de Alcalá
y reluce la ciudad.
Bajamos por la Calle de Alcalá
y reluce más que nunca la ciudad.