01 noviembre 2008

Un final abrupto

Eran pocos los datos que se podían recopilar de Bill. William Crawl llevaba una vida por lo general ordenada y tenía un trabajo de lo más normal. Sin embargo esa mañana hizo algo que se salió de su rutina. Escribió una carta. Le escribió una carta a Verónica y le decía allí, entre otras cosas, que volvería desde tierras lejanas. Sería aquél un país lo suficientemente apartado -por ejemplo Nueva Zelanda- como para que ella tomara conciencia de lo que en realidad significaba en su vida gris y abúlica. Bill no solía hacer ese tipo de cosas, tampoco era muy amigo de las confidencias, así que nadie de su círculo más cercano tenía la más mínima idea de este asunto. Siendo un hombre de carácter templado, modales precisos, con alta escrupulosidad laboral, no cabía en cabeza humana los términos que utilizaba en su texto. Únicamente sabíamos -me contaron- que aquella mañana tenía temas pendientes que atender, que resolver sin demora, pues se acercaba el final de mes. Bill lo tenía presente, como cada final de mes. Se levantó ese martes a la misma hora de siempre, se alimentó con el mismo desayuno, se aseó y afeitó con esmero, se vistió con su camisa predilecta, se abrochó los gemelos, se ajustó la corbata. Salió a la calle y la luz del día centelleaba con ímpetu, acaso con una energía muy por encima de lo que era común. Abordaba el día Bill como cada día, aquel martes.

Conocía yo de refilón relatos de combustión espontánea. Recuerdo haber escuchado hablar sobre estos enigmáticos casos en un programa radiofónico. No le otorgué demasiado tiempo al tema durante la madrugada de otro domingo aburrido. No me gustaba un pelo el rollo de Iker Jiménez, sus fantasmas, voces del más allá, fenómenos paranormales y el colmo, la combustión espontánea. Con lo cual, apagué de inmediato la radio. Hoy jueves, seis de noviembre, por primera vez en mi carrera tengo que estudiar un informe donde la única explicación posible que le dan al final de Bill es ésa.