27 septiembre 2010

Novia a la fuga

Necesitaba ir al baño con urgencia en cuanto entré. A mi lado, gastando energías superfluamente, bramaba Juan Carlos, atizándole de puñetazos al mostrador:
-¡Es el peor check in que he visto en mi vida!
Me fui a buscar los servicios.
Pero al alcanzarlos no se me permitió cerrar la puerta del váter, dos semijipiguays querían hacerme una advertencia que rayaba en la coacción:
-Le has jodido la vida, ¿te crees que te vas a ir así, de rositas?
-Qué me estáis contando…
-Así no funcionan las cosas, vete preparándote un buen guión para cuando salgas de aquí.
-Vale tíos, me haré un croquis en la puerta del baño. Siempre y cuando me la dejéis cerrar, ¿eh? Si no, me va a ser imposible encontrar una solución a esto.
Amablemente recularon y yo retiré con cuidado el chaqué.
A la salida me cortó el camino un tipo con cara de idiota. Movimiento a la izquierda, él a la derecha; movimiento a la derecha, él a la izquierda. Sin tiempo para revolverme esgrimió un cuchillo de cocina. Me evaporé sabe dios cómo yendo a parar frente a unos fogones, donde el idiota ya me esperaba. En fin, a forcejear, pensé, y ligero como una pluma le arrebaté el cuchillo de las manos con la torpeza de no percatarme de que se había guardado el tontaina dos ejemplares más, uno creo que jamonero, por lo estilizado de sus formas.
La siguiente toma de la persecución se ejecutó en el hall, decantándose la batalla de mi parte de una manera bastante pueril ya que, sin darle tiempo a que se rearmase, le saqué los otros cuchillos del bolsito de su chaqueta. Para mi sorpresa cayeron sobre la alfombra tres recipientes atiborrados de cachivaches minúsculos acompañando mi gesto defensivo. El tipo quiso reaccionar para recuperarlos aunque yo -adrenalina a tope- me hice con los frascos una vez hube descargado la patada que alejó los cuchillos.
-¿Qué es toda esta mierda, tontín? -pregunté.
El idiota gruñía pero se quedó paralizado. Vacié con siniestra ostentación tenebrosa, ensañándome, poco a poco los botes. En el suelo se arremolinaron piezas, tuercas, rodamientos, estupideces. Los llantos del tipo se parecían a los de un día de matanza cuando se oyó el eco de unas campanas. Juan Carlos dijo algo a mi espalda, como que ya llegaba yo tarde.

Mi diario en Vigo

La espalda se humedece
Camino algo encorvado
Buscándote
Para encontrar
A ese capullete
Alto y calvo
Acompañándote

A no se sabe dónde.

Aparqué en el centro de Vigo. Me registré en el hotel. La busqué como un tonto.
Días de lluvia en la ciudad para volver con el temita de las corbatas. El paisaje que, lejos de esclarecerse, se nublaba y se convertía en un parabrisas anegado. Días extendidos y abocados a la melancolía, al dolor pegajoso y humillante, a la incomprensión a lo largo y ancho de esa palabra, a la desazón y al desasosiego; días insulsos, inútiles, cabrones.
Caminé como una montaña rusa, perdedor que encaja mal las derrotas, procurando que todo el hostil combinado no me afectara lo más mínimo. Aplazando la realidad de una u otra forma tratando de engañarme (tratando de hablar sin concretar, de jugar al despiste, de replegar, defenderme mientras no quede otra salida; y a veces atacar, como el reverso de la misma moneda).
Anduve con la sensación de llevar conmigo un lastre tan pesado que me obligaba a imprimir cada vez huellas más profundas e imposibles de borrar.
Si me apoyo en los tópicos al uso, este camino cuajado de tinieblas fue mostrando la indeleble oscuridad conforme saltaban las horas y acudían simultáneamente las más preclaras certezas, de modo que la línea del camino se estrechaba tanto que me cerraba el paso por completo.
Dejé correr el tiempo igual que un hermoso vegetal. Sin ambiciones, sin ideas. Al doblar la esquina, precisión y aplomo ajenos me eliminaron del juego. Sentimientos a la desesperada, deseos de huir, pero no se puede huir de uno mismo.
Decidí que no escribiría más.
Contemplada la fuerza del viento sobre los objetos de la calle (árboles que se aferran a sus precarias raíces, los coches, tan arrogantes, casi sin inmutarse, las plantas dispuestas a despegar y el leve temblor de las farolas) me asenté sobre la cama, recostado, como quien hace acto de desaparición.


25 septiembre 2010

Stronzo di merda

Ahora, a cualquier lugar

16 septiembre 2010

Un faro al amanecer

Como en el tren que le llevaba a Majadahonda hace cinco años, Marín se sentaba relativamente en el mismo lugar, con predilección por ir cara marcha, aunque eso no era lo más determinante. Eran tiempos nuevos, la modernidad del aprendizaje en una edad en la que se supone que poco de novedoso puede uno ya aprender.
Yo había caído en la cuenta de este detalle cuando acabé por despreciar el género de la crónica y cuando, con cierta inconsciencia, me alejaba cada vez más y mucho más de parecerme en lo que escribía a un cronista. Me resultaba imposible poner en práctica la labor narrativa del solar del costumbrismo, me convencía cualquier intento que realizaba en pos de la monotonía y simplicidad de tal ardid. Y eso añadiendo que uno no se había prodigado jamás en la pureza del relato exhaustivo de semejantes naderías. Mi inclinación por el misterio llevado al extremo, la ambigüedad y mezcla de tiempos, personas y a veces esferas interactuando pero sin conexión marcaban las llaves de mis esquemas y de mis notas mentales. Además, prefería aburrirme en el fingimiento con apenas un simbolismo planteado sin calado alguno pero con ínfulas profundas, polisémicas.
Por eso Marín lee a Cortázar en el asiento del tren mientras la hora de entrar al trabajo se aproxima, y soslaya los ojos contra la chica y el cristal a ratos. Por algún deliberado motivo Marín finge leer a Cortázar y su verdad es la de soñarse dentro de cuentos por los que hubiera dado más de media vida si le hubiera sido concedido el don de escribirlos y, a fin de cuentas, de vivirlos. Entonces, en un alarde de sinceridad, Marín palpa las conversaciones de los otros buscando como a menudo más preguntas, porque de esto va la nada que figuró en mi declaración de principios, ahí remarcado el concepto por el cobre del preámbulo.
Así que en el relato de la isla avistada desde el vuelo de un avión, en la del metro de París, igual que en cualquiera de las del subte en Buenos Aires, Marín regresa al trasunto de la concupiscencia. Marín tiene por consiguiente que sucumbir a los encantos de la desconocida y de lo extraordinario que a uno puede por casualidad, y tal vez sin ella, ocurrirle, y enamorarse con los pequeños detalles que pretende ver en la chica, igual que siempre.
Marín concede al principio un día una falda y el pelo moreno, y cómo se aleja ella cambiando de vagón. Dócilmente, se pliegan como un acordeón los hábitos, y en el traje de arlequín del personaje los cuadraditos abandonan su cariz antagónico. Luego está la tímida aproximación y el libro de Cortázar abierto, el momento en que los tonos neutros, deslizantes, violáceos del amanecer que ella conoce y Marín barrunta, pespuntan majestuosamente el viaje. Colocarse en las orejas unos auriculares, los de la chica negros, los de Marín blancos, perfeccionan la simbiosis arlequinesca.
Como en el tren que le llevaba a Majadahonda -escribí-, Marín se esforzaba en busca de la visión de un faro. En el tiempo en que RENFE Cercanías Madrid lo transportaba, el héroe fijaba la capacidad de respuesta de sus ojos nocturnos en algún objetivo que se pareciera mucho al de este cuento. En el presente, Marín encoge el deseo de ver un faro sobre los raíles que lo alejan de la consecución mientras amanece, y también añora el hecho de estar presente encima de las tablas de su imaginario. Marín ha cosido los penachos de lo contemplado y lo que está por venir, con la propiedad que ella aparenta y ni siquiera separándolos metros ni con lo frío de los asientos reflectantes, se ha dado por vencido. 'Elígeme' de Nixon tronando a través del cable le tranquiliza, seguro que también la música de los Smashing Pumpkins que pincha en otra de las paradas y con el tiempo y el faro en contra hacen las mismas acto de aparición.
Ella dejaba pasar los días por algún que otro vagón distante y luego asomaba en el mismo ámbito que compartía con Marín representando quedarse dormida pero usando el cristal oscuro como un espejo que autorizaran las luces del tren y mirando terca hacia el sitio de Marín, y su libro de Cortázar, su .mp3 con canciones hermosas como la del clonazepán que canta Richi lejos de Uruguay. Mas, pasada la confianza de lo desconocido, ungiéndose y colocándose en la cabeza una lazada de color malva ella se ofrecía prematuramente, antes que el faro que Marín muere por ver alguna que otra alborada y renace entre los andenes y los sucesos.
Marín ausculta una madrugada su compendio musical viendo caerse a un tío borracho en un banco de la parada, y las piernas que no han descendido erraban el punto exacto del cara a cara. La sombra que la megafonía impulsaba a desalojar de las vías coincide con la oquedad de Marín saliendo en dirección al trabajo con aquel tren. Las carreras, las prisas, los empujones, las crisis nerviosas..., ya todo estaba ausente, ya todo estaba de más. A Marín le era imposible evitar contemplarla a intervalos, pues bien largos o casi eternos se volvían aquellos viajes, y en ellos cabía lugar para todo, los ojos siempre atentos porque un faro se erige al amanecer.

14 septiembre 2010

Calimocho en la terraza

Azafatas sobrecargadas chillonamente traían después las corbatas. Un manojo de corbatas, la mayoría de ellas son muy flacas y modernas. Al punto, y sin que fuera algo que me concerniera, arremetí con insolencia en dirección a las mesas más separadas. Quería escapar de lo indecoroso de la puesta en escena, primero en servicio y al rato la benevolencia de las veladas más mortíferas.
De aquí para allá llevaba emplatados los menús. Hasta ese intervalo estaba acompañado con el asco verdadero de lo que no se tiene ganas de hacer. Pero asombradamente, en minutos, respiraba complacido y negligente con las copas vueltas y la deslucida servilleta que, igual que una manta, recusaba la sangría del alejamiento de las motivaciones.
Merecería que montara en cólera contra mí alguien por tan vil conducta. No obstante se baña ahora en la audacia esto tan suntuoso y se columpia, y un hastío se abrochaba y desabrochaba al persistente cansancio, desde cuándo es real tanta tosquedad.
Conduje como una fuerza motriz, quince años de carné y una exigua práctica. Mi prima pequeña me daba consejos al lado. Mejor me explicaba el misterio de ponerme de pie cada mañana y enseguida en marcha para desarrollar cualquier estúpida faena. Preferiría que no me revelara que la R es para dar marcha atrás, porque eso no es posible.
Mc Ocean fue un tipo inteligente pero que interrumpió sus impulsos brillantes por nimias e irreparables cuestiones. Tiró demasiado del hilo cuanto más lluviosas eran las tardes. Largó a dentelladas la lengua, como un garabato.
Fincitisbercio es un muchacho con gesto oblongo. Fincitisbercio de rasgos alargados, sonrisa que se propone longeva y audaz. Emana caritativamente un empleo del tiempo envidiable, su reputación se cotiza por encima del nivel del mar. Se jugó todo en la encrucijada del botón y del color que salió del otro lado.
Me tocaba al final escoger la corbata pues ya no existían prórrogas y me estaba caducando la opción en la frialdad de una nevera. Así que así fue el vientre que vi: nudo que tendré que consultar en Internet, en el buscador google, sin embargo con la holgura de salvar mi cabezón y apretarse estable en mi cuello. A joderse, no tenían más que tres o cuatro corbatas enlazadas y una de ellas es la mía. Bebo hasta perder la noción del tiempo, claro está, del espacio también en el momento en que el powerpoint es una pértiga de lo más reputable.
Análisis de producción, y alguien estaba otra vez de menos. Sujeto los libros de una biblioteca tal vez imposible de consumar, esa suerte de desfachatez que a nadie le interesa, lo mismo que a mí este bodrio inconsumible.
Las llaves del coche siguen en mi bolsillo, infernalmente las noto al pasar la mano. Descoyunto el silencio, destruyo los elementos con avaricia. Bebo al extremo de matarme bebiendo, el alcohol es una pedrada arterial porque yo no soy inteligente como Mc Ocean. Me vuelvo a cuestionar aplicadamente acerca de las legendarias motivaciones. El médico sigue dando lecciones extintas. Las chicas acaban con el asunto de las corbatas con dispar fortuna. Me aburro hasta el infinito, por favor, algo de parranda, de aguaceros de alegría.
Prima, nos vamos. Prima, esta noche el coche lo llevo yo. Prima, no estoy tan borracho, no es la muerte que cada vez que me duermo viene a hurgarme. Prima, eres una cirujana excelente, pero del coco no sabes ni esto. Cancela algunos tabúes, si alguna cosa es inevitable, ésta llegará. Prima, se pasaron cinco pueblos, no me valoran un huevo.
Son copas, tan simple como las copas: por un sitio sirven para meter el líquido; en el sitio enfrentado, estilizadas, terminan en un soporte que incluso la mente subnormal de las mayor de las universalidades subnormales averiguaría que existe para sustentarlas encima de la mesa, sujetarlas alzadas si les corresponde a las mismas las yemas de un tipo ansioso.
Lo sé, entonces tiro a la derecha, en obsesionada dirección. No me tuerzo, es la realidad que se inclina y se arruina. Es que la realidad es turbia, de ahí que mi verdad nunca se evapore en los titulares. Soy el que nunca llegará a nada, el que está al acecho de colocar algún truco entre los desconocidos. Lo que jamás se leerá en las rotativas arqueadas.
Guié pim pam, toma lacasitos en alguna mañana que de pronto se resiste a la memoria, rezando nada, que es lo que siempre sobra, pidiendo un minuto lejano para echarse unas risas, corrompiendo, incólume, las cicatrices, la noche que era pesada, las estrellas que eran una tozudez insoportable, ¿por qué tanta luz?, la amistad de las farolas de D. Gabino de Lorenzo, sus fotografías, norte sur este y oeste que terminaron por echarse al fin a perder, el golpe del cráneo, en la sien, desde un banco de la estación de la FEVE, la desilusión tristemente exánime, la amable coyuntura, la vida que dicen que sigue por ahí aunque yo no me entero, el ardor en llamas restregando el fuego, que en cuanto el fuego sea profundo yo estaré sentado en la terraza mirando en dirección al interior y bebiendo calimocho.


06 septiembre 2010

Concesiones

Con la verdad o con la mentira hay que llegar hasta el final. Siempre.


Lo sé, estás casada y todo eso pero, ¿no puedes tener ningún gesto hacia mí, aunque sólo sea por compasión?