09 abril 2009

Pobre bagaje para un conservador

No hay señales en el móvil y ciertamente me la suda. No sé cómo empezar con esta historia y cómo terminar con tu hermosa plasticidad. Extendiste tardes que merecían mi rotunda aprobación. Entonces de qué manera desflecar el tiempo si no existe nada dentro, aquí adentro, en las profundidades. Ahora sin embargo ya sabes demasiado.
Un skyline junto al monumento a los picapedreros que destrozan el cubo de granito y unas esquinas contra las que golpea el sol huraño pueden servir como principio. Nunca aparté los ojos de la silueta frágil de la ciudad ni de las brumas que la envolvían como un embudo volteado. A veces alguna nube quebrándose, y yo caminando por la calle cuesta arriba para alcanzar el ayuntamiento, la plaza delimitada y paradójica, y traspasarla.
Me sentaba contra la pared y una colisión estampaba los minutos elásticos y los esparcía. Dime, cuéntame, explícame qué valió la pena de todo aquello (pregunta retórica), dame la razón que no está, exceptuando la lengua hasta la campanilla, las fantasías en las mañanas de otoño.
Viví -llamémoslo así- encerrado en una mentira. Proscribir, narrar el final del cuento, todo eso estaba por hacer. Putear de cara contra un nuevo cigarrillo y el teclado, que dice Cortázar.
Estaban las dos mesas, una especie de tabique, un mostrador a las espaldas, los teléfonos contra la pared, los ordenadores a la vista de todos. Hasta aquí llegaron delincuentes de medio pelo, las horas de secuestro en el sótano junto a las ratas, el troquelado en los pies, el deseo por llevar zapatos de plataforma o los botines de El Fary, la caja fuerte vacía. Y además las conversaciones ligeras, las citas en las cuales olía a sexo y se vaticinaba eternidad, los accesos de pánico, los paseos por calles de mujeres sofisticadas, las bajadas por Montera mirando al suelo, los domingos en Callao invadido de terror y sin otro sitio al que acudir. Luego el disputar una partida con la vida por semana, la irresistible atracción por desaparecer, la lectura de Doctor Pasavento, el libro donde se habla de mi sosias. Más días a sumar haciéndome el interesante con la enigmática bibliotecaria, dejando para siempre mi escrito hacia ella sin terminar, absteniéndome incluso de despedirme con el viento en contra. Proseguir frente a un escenario cantando junto a gente que no conocía, amagando bailes y felicidad. Dos borracheras tremendas, azules y polares. La nada.
Entonces se presentó el traslado, adiós a Sebastopol y a sus capas de ruina metafísica, bienvenidos a Vienna y a las campanas de la catedral. Sin más los enfoques que pronto regresaron adustos, cautelosos, planos sobre todo. Las ganas de empezar a repartir hostias y las cajas precintadas y las maletas mal cerradas, demasiada prisa antes de ponerse el sol y concluir el verano.

Primero había dejado pasar el tiempo contemplando la pared de nuevo en contra, el tabique de la derecha, sin preguntas ni respuestas, y más allá decenas de noches de alcohol y demonios. Rutina de horizontes caídos, malas fotografías, escombros. Agazaparse, tratar de escapar como en las pesadillas en las que quieres correr y algo tira de ti frustrando cualquier ínfimo propósito. No obstante correr, correr y ser alcanzado como los idiotas.
Permuté pues un barrio por otro, recobré las cartas mal repartidas en la jugada maestra que conocía de memoria y subsistió el mal sabor de boca, proemio de incertidumbres ya conocidas. Aquí me dispusieron frente a frente, me echaron al campo de batalla sin munición ni logística, pronto tuve que hacer las maletas y sentarme cerca del mar, en la ciudad donde siempre se respiraba el aroma a océano. Volví a La Coruña y a la tristeza, la melancolía de anocheceres tempranos e insensatos, los pasos desencajados y el gesto retorcido. Amaneceres tibios sin nada a mi lado, el viaje de vuelta con una resaca que me había durado una semana por lo menos. Viajé a Barcelona y al preámbulo, me despedí de ti y de todos, me detuve frente a las ráfagas de viento que traía el horizonte, garabato frío y luminoso, trepando por los detalles y por la luna, buscando mi mala estrella lejos de tu estrella amena, de tu futuro encendido y mi inmortal presente de confusión.
Llegué hasta Valencia sorteando Burgos y a los pelmazos de los turistas. Me alojé en la Costa del Maresme, en un pueblo donde por aquellas fechas se garantizaba mi anonimato. Subí al autobús de un ensueño postrero, me enrabieté en la última vuelta, jurándome que siempre te echaría de menos, el buen perrito faldero detrás de un dibujo de tu sombra, apostando por un definitivo golpe de suerte, como los tontos y como la pereza de esperar sin analizar, sin estudiar, sin haber trabajado, sólo armado con la crítica facilona y el sarcasmo.
Otra vez lo eché todo a perder. Pero entonces acudió la secuencia en la cual comprendí que no había nada y que por lo tanto no hallaría nada que malgastar: ni himnos ni banderas ni tesoros ni espantos ni monstruos ni arenas ni juegos ni halagos ni revoluciones ni años ni augurios ni esperanzas ni tragos ni fragancias ni estirpes ni carroñas ni penas ni babas ni ritos ni aciertos ni céntimos ni espadas ni tiempo ni catástrofes ni ciclos ni círculos ni ambages ni cabos sueltos ni sogas firmes ni nada que perder ni ningún sitio al que ir.

1 Comments:

At 09:59, Anonymous if said...

Ni halagos suficientes para este viaje.
Escalofrio de semana santa.
Enhorabuena.
Besos
eva

 

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