21 mayo 2010

A design for life



En Plaza Castilla me aguardaba la rutina ordinaria: línea 722 de autobús y vuelta a Sebastopol. Con ese trayecto carente de sentido en cualquiera de los días, arrancaba de forma simbólica mi viaje a Normandía.
Hice las últimas e imprescindibles compras para el día siguiente, que consistían en chanclas y frascos para el champú y el gel. En casa me preparé y preparé el equipaje con los Ramones sonando y tú siempre presente.
De noche en la cama traté de conciliar el sueño sin lograrlo tan intachablemente como hubiera deseado. Podía más la mente, ciertos pensamientos, una mirada grabada con fuerza, un deseo irreprimible que tendría que reprimir; también que madrugaría mucho para que el viaje comenzara sin contratiempos.

Escapé de lo irremediable. Busqué puntos referenciales en lo hondo y extraño. Alguna calle o avenida bien remarcada en las guías. Esto es, me volqué en la decepción. Sí, os engañé cuando dije que te piraras, que valías demasiado, y tú contestaste con reciprocidad y no negué, no reconocí que imitaba a mis favoritos. No te mentí sin embargo al pronunciar mi consejo, sino en la callada, ahí sí que mentía, escondía la verdad como un tahúr con su réplica en la manga, creyendo ingenuamente que el asunto de lo que se me supone colaría.
A continuación se plantó el litoral merecido. Sabes que relevaría a quien fuera si esto deviniera en precisión. Pero lo sepas o no, cargué con el préstamo bibliotecario del actualizado libro irlandés y tiré piedras sobre mi propio tejado. Hubiera sido más honesto el subirme al autobús que se aproximaba hacia Alicante. El cambio desertó como la tercera copa. Se terminaron las fiestas latin, la luz que dirime razones a través de los óculos de la persiana. Lo mismo que en la “Canción del científico triste”, es que algunos datos no coincidían.
Bandadas de pájaros que no comprendo cortan el vuelo frente al horizonte. Este autobús literalmente ni siquiera se parece al que tendría que ser. En un santiamén tiemblas pese a los pesares, al dictamen de la obligación, aquel acabar juntos, aunque el tipo distinguido sea el hijoputa. Prosigo con la brújula entusiasmada y el viento que la rosa separa del faro, en el recorte que el mar de Irlanda prueba en desarmarse como algodón. Sigo prometiéndome que quién sabe de qué obscena manera aprenderé a que el sabor del plato combinado se quede en mero arte, en borrascoso espectro del día que tendremos que hacer las maletas y no saber adónde ir.