Ocho
[...] Él pasó una noche muy mala, tardó en conciliar el sueño, sufrió continuas pesadillas y eso se hizo patente en el amanecer de aquel, más bien, feo día.
Podía recordar que se retorció entre las sábanas, poseído por la taquicardia, cuando vio su cuerpo balancearse asomado a la terraza de su sexto piso en el rememorar nítido de uno de aquellos horribles sueños. Abajo, a muchos metros de distancia, el pavimento mojado reflejaba la tenue luz y una farola de fundición que terminaba en tres afilados y relucientes picos —que le atravesarían sin duda si se precipitase al vacío— le esperaba, parecía llamarle a gritos. De hecho, él imaginó una voz, podía jurar que aquella farola era capaz de hablar sin mayores problemas. Esa voz hablaba de túneles, huecos, tierra húmeda, escarcha, vacío y hielo, bruma y tinieblas, espumarajos envolventes. El terror se apoderó de sus miembros paralizados, el vértigo le abocaba a caer sin remisión.
Abrió los ojos. [...]
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