Trampantojo
En el avión de SN Brussels Airlines estaba todo preparado para el despegue, para que aquel confortable aparato nos devolviera a Madrid. Entonces se escuchó de los labios gruesos de Ellen:
-Me muero de ganas por echar un polvo.
Dicho esto se puso a hablar con mi otra compañera de asiento (yo iba entre ambas, en el medio) de bolas chinas, y luego trataron de meterme en la conversación a pesar de que yo no hacía más que pensar en restaurantes chinos y leyendas de gatos en las cocinas y en el verbalizar que Ellen había proyectado acerca de su pulsión sexual. Y sobre todo el misterio rondaba el novio que acababa de dejarla, y entonces agregaba ella que nadie se la había follado en días, que se iba a volver loca, y yo venga a imaginarme a la formidable bestia de su chico cabalgando encima de aquella exuberancia caribeña que saltaba a la vista, la de la preciosa Ellen, al tiempo que, en paralelo, venían a mi cabeza los tres días anteriores en nuestro hotel de Bruselas, las habitaciones pared con pared, el apaño que tuve que hacerme la noche del sábado tumbado en la bañera antes de salir a cenar y pasear por la calles de la ciudad junto a cinco mujeres más.
Pensaba en eso allí sentado, esperando por el despegue, por el final de un viaje muy raro entre Bruselas, Amberes, Gante y Brujas, y con la Avenue Louise circundando la callejuela que llevaba al hotel. Recapacitaba y me sentía como si me hubieran echado de la nave y me hubieran encajado en un motor, y creía que era perverso y no imaginaba que días después, con el coche detenido en un semáforo, recordaría ante un panel publicitario de turismo de la República Dominicana, con la nitidez más inquietante, aquel viaje. Y en la foto del anuncio, relucía una hermosa señorita en bikini con sonrisa de oreja a oreja y sujetaba un combinado con sombrillita en la mano derecha, incitando a conocer su país a los pobres ciudadanos que como yo caían hipnotizados por raudales de belleza y por la magia del Mar Caribe.
Ellen (no puedo olvidarlo) me dio dos besos profundos al conocernos en el aeropuerto, días atrás. Compartimos asiento con Carolina, la representante de la compañía aérea, y nos pusieron de inmediato un buen desayuno que amenizó el trayecto de ida. Charlamos después de recogido el equipaje y esperamos el autobús entre la modernidad de Zaventem.
Entonces vinieron los desplazamientos al Atomium, la Puerta del Cincuentenario, la visita a una suerte de museo militar, los cafés y las prisas. También el whisky nocturno en el bar del hotel, el sonido del piano, la calma insoportable de aquellas veladas con la mano de Ellen que surcaba mi cuello, el silencio entre ambos, la mirada insignificante, la conversación sin reverso, los periódicos que no entendía, el camino de vuelta a la habitación, cada uno, eso sí, a la suya.
Y enseguida el cavilar y luego errar la fotografía desde el viaducto, la más genial de cuantas pudiera en la vida concebir. Y por supuesto la ruta previsible hacia las ciudades de Gante, de Amberes, la retorcida escaramuza en El Lago del Amor de Brujas, la piedra asomando por entre los edificios, el agua y un remanso de luz al traernos las horas pasadas la tarde allí en Bélgica.
La idea pintoresca de volar a París, la desesperación, sí, la desesperación, para que después me arrinconaran en un vagón de metro y de inmediato cogiera el camino contrario y aterrizara y abriera la puerta de casa sin un céntimo en los bolsillos, y así me metiera en la cama tapándome hasta las orejas, y cerrara los ojos y me durmiera, como un castigo, sin cenar.
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Viaje al fin de Elle
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