04 agosto 2009

Quel dolce far niente

Al poco de llegar a Roma tuve que pelearme con los del pub de debajo del hotel. Consecutivamente recogí las llaves de la habitación, me comí una de las gominolas de fresa que con tan cortés arte disponían en pequeñas cestas de mimbre, y bajé a trasegar unas pintas con el dueño del coqueto establecimiento en donde me alojaba.
Era Manuel un tipo que ni idea tenía yo acerca de su país de origen, pero que hablaba de forma estupenda italiano, inglés, castellano y que se explayaba melancólicamente también al trigésimo trago de cerveza con sus relatos de fracaso y de pasado ya muy remoto, que si al principio me enganchaban incitándome a seguir el hilo, poco rato después comenzaban a distraerme y hacerme pensar que yo no había ido a Roma a revolcarme por el fango, que aunque tampoco a hacer de guía turístico, explicaba a los italianos por el camino de Piazza di Spagna cómo se alcanzaba la Via del Tritone, que para más señas me tuve que liar a hostias con unos ingleses delante de una discoteca de Via Nazionale, que al final siempre me metía en la cama junto a una imagen horrible del Coliseo dibujado con acuarela que colgaba en la pared.
Pasaba el tiempo en tránsito por aquellas calles romanas, simulando que esa tarde por ejemplo, y no en otra tarde distinta, visitaría el museo de Ciencias Naturales o cualquier otro reclamo que estuviera al alcance de alguien que no, de alguien que a fin de cuentas no, pero que a la postre nunca entraba en un museo, sino que daba palos de ciego por avenidas o me cambiaba de vagón en el metro, quizás me parase a charlar con los vendedores de rosarios frente a San Pedro o entrase a mirar las vitrinas con helados de todo tipo, postales feas y horteras, algún souvenir que sería escandaloso regalar.
Estoy en Roma y describo parábolas con mi andar errante, estoy en la ciudad soñada, alejándome de murmullos imbéciles y dando tumbos y dando en general bastante pena, sin embargo estoy aquí, y luego el barroco y el imperio y luego el arte que rezuman hasta las colillas abandonadas en el suelo y las monedas que no tiré en el agua brillante de la Fontana di Trevi, y el panino de porchetta y otro encontronazo y el Panteón y los óculos y el Trastevere y tampoco, faltaría más, el Vaticano.
Estoy por supuesto en la habitación y ante el espejo y con la maquinilla de afeitar. Diserto y amago y de nuevo me siento con Manuel y bebo una pinta, vuelvo a conversar con Manuel y a recordar historias de un lugar que hace muchos años le dio cobijo, aquél que le dotó de una biografía que espero no se le ocurra volver a nombrar, y pienso que ya va siendo hora que me dé alguna pista de cuál es su país de nacimiento, a lo mejor llega ese instante y se quita de encima todo ese rollo de sufrimiento que envuelve sus batallitas, tal vez me saque de mi propio capricho y me ponga de seguido en órbita; sí, de verdad, Manuel, seguro que es cuestión de proponérselo. Me dejaría hoy de suertes y de piruetas y volvería de lleno a esa novela ordenada, naturalmente sin aclamación alguna, pero que no obstante yo tendría el empeño de que representaría el mayor de los aciertos tal y como estaba el patio.
Pero no habiendo resquicio de esperanza, escalinatas ni Piazza del Popolo en el horizonte retábamos a los lugareños a provocarles con la mirada, y nos quedábamos esperando con las ganas de que entrara en escena el primer puñetazo y después a seguir bebiendo y definitivamente a la cama que mañana sería otro día.
Así caían los meses, las medallas eran nuestras grandes desconocidas. Manuel continuaba recibiendo a su clientela y yo estorbaba al tráfico de Roma cada vez que cruzaba la calle. Después cualquier tipo de malentendido abría la caja de los truenos y alguna cabeza se estrellaba contra una farola y chorretones de sangre salpicaban el suelo sucio de los bulevares y, claro, los camareros no me querían servir la última, y en éste ya no entramos más, Manuel.
Por más que lo intenté, me tocaban mucho los cojones determinadas conductas, se terminarían los años del estoicismo, llegaban los de los hospitales. Roma, ciudad abierta, pues no, era demasiado tarde, y las tiendas y los afiches y las modas y las excursiones a Pompeya, por añadir alguna tontería más.
Aprieta fuerte el vaso que esto se pasa, decía Manuel, aunque nunca le hice caso al plomizo contador de historias que en realidad era.

Supervivencia en Roma, lo llamaba.
El carácter fragmentario de la narrativa moderna debe ser la expresión potenciada del instante en que tiro a una papelera el manuscrito y detrás una cerilla ardiendo.