16 septiembre 2010

Un faro al amanecer

Como en el tren que le llevaba a Majadahonda hace cinco años, Marín se sentaba relativamente en el mismo lugar, con predilección por ir cara marcha, aunque eso no era lo más determinante. Eran tiempos nuevos, la modernidad del aprendizaje en una edad en la que se supone que poco de novedoso puede uno ya aprender.
Yo había caído en la cuenta de este detalle cuando acabé por despreciar el género de la crónica y cuando, con cierta inconsciencia, me alejaba cada vez más y mucho más de parecerme en lo que escribía a un cronista. Me resultaba imposible poner en práctica la labor narrativa del solar del costumbrismo, me convencía cualquier intento que realizaba en pos de la monotonía y simplicidad de tal ardid. Y eso añadiendo que uno no se había prodigado jamás en la pureza del relato exhaustivo de semejantes naderías. Mi inclinación por el misterio llevado al extremo, la ambigüedad y mezcla de tiempos, personas y a veces esferas interactuando pero sin conexión marcaban las llaves de mis esquemas y de mis notas mentales. Además, prefería aburrirme en el fingimiento con apenas un simbolismo planteado sin calado alguno pero con ínfulas profundas, polisémicas.
Por eso Marín lee a Cortázar en el asiento del tren mientras la hora de entrar al trabajo se aproxima, y soslaya los ojos contra la chica y el cristal a ratos. Por algún deliberado motivo Marín finge leer a Cortázar y su verdad es la de soñarse dentro de cuentos por los que hubiera dado más de media vida si le hubiera sido concedido el don de escribirlos y, a fin de cuentas, de vivirlos. Entonces, en un alarde de sinceridad, Marín palpa las conversaciones de los otros buscando como a menudo más preguntas, porque de esto va la nada que figuró en mi declaración de principios, ahí remarcado el concepto por el cobre del preámbulo.
Así que en el relato de la isla avistada desde el vuelo de un avión, en la del metro de París, igual que en cualquiera de las del subte en Buenos Aires, Marín regresa al trasunto de la concupiscencia. Marín tiene por consiguiente que sucumbir a los encantos de la desconocida y de lo extraordinario que a uno puede por casualidad, y tal vez sin ella, ocurrirle, y enamorarse con los pequeños detalles que pretende ver en la chica, igual que siempre.
Marín concede al principio un día una falda y el pelo moreno, y cómo se aleja ella cambiando de vagón. Dócilmente, se pliegan como un acordeón los hábitos, y en el traje de arlequín del personaje los cuadraditos abandonan su cariz antagónico. Luego está la tímida aproximación y el libro de Cortázar abierto, el momento en que los tonos neutros, deslizantes, violáceos del amanecer que ella conoce y Marín barrunta, pespuntan majestuosamente el viaje. Colocarse en las orejas unos auriculares, los de la chica negros, los de Marín blancos, perfeccionan la simbiosis arlequinesca.
Como en el tren que le llevaba a Majadahonda -escribí-, Marín se esforzaba en busca de la visión de un faro. En el tiempo en que RENFE Cercanías Madrid lo transportaba, el héroe fijaba la capacidad de respuesta de sus ojos nocturnos en algún objetivo que se pareciera mucho al de este cuento. En el presente, Marín encoge el deseo de ver un faro sobre los raíles que lo alejan de la consecución mientras amanece, y también añora el hecho de estar presente encima de las tablas de su imaginario. Marín ha cosido los penachos de lo contemplado y lo que está por venir, con la propiedad que ella aparenta y ni siquiera separándolos metros ni con lo frío de los asientos reflectantes, se ha dado por vencido. 'Elígeme' de Nixon tronando a través del cable le tranquiliza, seguro que también la música de los Smashing Pumpkins que pincha en otra de las paradas y con el tiempo y el faro en contra hacen las mismas acto de aparición.
Ella dejaba pasar los días por algún que otro vagón distante y luego asomaba en el mismo ámbito que compartía con Marín representando quedarse dormida pero usando el cristal oscuro como un espejo que autorizaran las luces del tren y mirando terca hacia el sitio de Marín, y su libro de Cortázar, su .mp3 con canciones hermosas como la del clonazepán que canta Richi lejos de Uruguay. Mas, pasada la confianza de lo desconocido, ungiéndose y colocándose en la cabeza una lazada de color malva ella se ofrecía prematuramente, antes que el faro que Marín muere por ver alguna que otra alborada y renace entre los andenes y los sucesos.
Marín ausculta una madrugada su compendio musical viendo caerse a un tío borracho en un banco de la parada, y las piernas que no han descendido erraban el punto exacto del cara a cara. La sombra que la megafonía impulsaba a desalojar de las vías coincide con la oquedad de Marín saliendo en dirección al trabajo con aquel tren. Las carreras, las prisas, los empujones, las crisis nerviosas..., ya todo estaba ausente, ya todo estaba de más. A Marín le era imposible evitar contemplarla a intervalos, pues bien largos o casi eternos se volvían aquellos viajes, y en ellos cabía lugar para todo, los ojos siempre atentos porque un faro se erige al amanecer.

1 Comments:

At 07:34, Anonymous Anónimo said...

Deslumbrante. Vivir en un título de cortázar. Escribir desde "Continuidad en los parques" o "El perseguidor".
Abrazo,
if

 

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