21 octubre 2010

Escarmiento

Maldigo con toda mi alma el día que concreté regresar aquí para quedarme. Desde luego que nos gustaba el campo, la piedra, el bosque, el río o la montaña. Nos encantaban los cielos nítidos y azules que, intachables, hacían jugar al agua con un margen de papel satinado y ondulante. Nos circundaba una atmósfera próspera, hermana del refinamiento, de según qué placer mundano. Pasear cuando aquejaba con puntualidad la luz del día, pataleando sobre el suelo, en una indecisión mixta de algodón y gomaespuma. Nataciones en la polifonía de las corrientes sibilinas, en el jardín de reflexiones que se postergaban sin vuelta atrás. Promovíamos, contra la trama de arbustos y cimas, excursiones ascendentes y transversales. Nos topábamos con animales y humanos, también los perros se maravillaban y se descubrían ante tanta hermosura y deleite. El suplemento estirado de las praderas perpetuas suministraba cierto empaque a la pluralidad del conjunto. De puertas adentro, la casa replegaba un misterio en el rellano, y los tabiques como de lija se contraían secretamente en el armazón de sus estancias. En la chimenea el fuego lamía los troncos; la madera seca y frágil proyectaba hacia el lienzo formas y materias que iban y venían, abanicándose. Sobre la mesa jamás se echaban en falta manjares extraordinarios, con su correspondiente acompañamiento graduable, líquido y a menudo amargo. Igual que tubos de ensayo pasaban las estaciones anodinamente, pulidas con siluetas indefensas.

Bien es sabido que las cosas no son idílicas ni extemporáneas, que el blanco, que el negro, que el gris, etc. Es aceptable conocer que las jornadas monótonas son proclives a poner a prueba la opulencia de cualquier carácter, la estabilidad de lo contingente. Nos cruzamos en el bosque, hacha en mano yo, durante una tarde herrumbrada. Detuve al perro tan bien como me fue posible porque éste, enfurecido, se iba derecho a por los suyos. Ni siquiera tardé un segundo en reconocerle. No sé lo que hace aquí, por qué está de vuelta ni qué fábulas andará contado. Me tengo estudiado cada uno de sus trapicheos, el currículo que ostenta, el proyecto turbio de las tierras y el pleito antiguo entre nuestras familias. Le di sin embargo las buenas tardes como si me conjurara. Aunque el tipo se hizo el loco, no me resistí y le invité a recordar. Sin escrúpulos, este hombre pretendía seguir ignorando quién le estaba hablando, quién era yo. Le recité los versos de La canción del leñador que cortaba cabezas, el mito transmitido entre los antepasados del lugar. Un hombre con un hacha, una cabeza que se despegaba burdamente de un cuerpo, unos pecados que se anclaban sin tiempo para la contrición.

Supongo que tenía que ocurrir, vaya, habían sido muchos los meses allí vividos. El pasado, su fantasma, esclarecía sobrio uno por uno los rincones. Escuchando los versos de la canción del leñador, declamados al compás de un balanceo de hacha, observé de pronto hacia qué destino se aproximaba mi futuro.

Al tipo le gusta mucho encender la chimenea. Voy caminando por el bosque, siento mi respiración sorda y puntiaguda. Talar árboles, apilar leña es mi trabajo. La chimenea de ese hombre no está del todo afianzada.

Aticé esa noche el fuego opaco y erizado. Después me dirigí a la cocina para preparar la cena a mi familia.