13 octubre 2010

Los pajaritos

Había mostrado siempre aborrecimiento por ciertas aves, esos chillidos que emitían dando el tiro de salida de mañanas horribles en que debía regresar arrastrando su borrachera por la ciudad. Indicaba la llamada de los pajaritos que el día despuntaba en ese momento, y que, de nuevo, no habría nada que hacer.
Un domingo, engrasando la escopeta de su padre en el cuarto de las armas, pacta en secreto que pondrá en jaque el trino dulce que tanto embelesa a los sacerdotes. Deja aparte los chismes que describen a gatos prendidos entre garras, desapariciones de indigentes y después, como es objetivo, la extinción de la sociedad felina que originariamente poblaba el solar del antiguo colegio. Con método, con pausa, sin vacilar, carga la escopeta y se apropia de munición para encarar la contienda. No puede retardar demasiado el instante, pronto caerá la noche. Debe salir con el margen suficiente que le avale luego un regreso preciso y que nada parezca extraño.
Como un vapor insalubre, ya en el exterior, un calor ácido remonta por sus mejillas y las barniza lóbregamente. Encauza sus pasos hacia los matorrales, punto de acceso del que se valían los mendigos y demás seres que habían incurrido en el sacrilegio de introducirse en la franja ocupada por los pájaros. Cuando se adentra, nubes pasajeras tiznan con grosería aún más la noche. Empieza a notarse el frío otoñal, pero sin embargo avanza confiado con la escopeta al hombro y las extremidades en guardia.
Pisa la hojarasca marchita, varias flores mustias a las cuales no les ha sido entregada la bendición de la luz, hostiga callejones ilusorios y muros en ruinas. Sin murmullos, sin envases, con cautela. Poco a poco va atestiguando que el sudor toma su espalda y, poco después cómo, en el confuso ulular de la brisa entre las ramas, una perforación y el condimento sanguíneo abarcan las sienes y la garganta, y la opresión ha sobrepasado el pecho y todo el flanco izquierdo. Un nudo de alas se bate acorde al destello sinuoso del acero que brilla. Un balazo solitario se incrusta en el compás nocturno de un pico que maneja con soltura una entidad cartilaginosa. Una forma que, señalaron, se parecía demasiado a una oreja humana.