27 septiembre 2010

Mi diario en Vigo

La espalda se humedece
Camino algo encorvado
Buscándote
Para encontrar
A ese capullete
Alto y calvo
Acompañándote

A no se sabe dónde.

Aparqué en el centro de Vigo. Me registré en el hotel. La busqué como un tonto.
Días de lluvia en la ciudad para volver con el temita de las corbatas. El paisaje que, lejos de esclarecerse, se nublaba y se convertía en un parabrisas anegado. Días extendidos y abocados a la melancolía, al dolor pegajoso y humillante, a la incomprensión a lo largo y ancho de esa palabra, a la desazón y al desasosiego; días insulsos, inútiles, cabrones.
Caminé como una montaña rusa, perdedor que encaja mal las derrotas, procurando que todo el hostil combinado no me afectara lo más mínimo. Aplazando la realidad de una u otra forma tratando de engañarme (tratando de hablar sin concretar, de jugar al despiste, de replegar, defenderme mientras no quede otra salida; y a veces atacar, como el reverso de la misma moneda).
Anduve con la sensación de llevar conmigo un lastre tan pesado que me obligaba a imprimir cada vez huellas más profundas e imposibles de borrar.
Si me apoyo en los tópicos al uso, este camino cuajado de tinieblas fue mostrando la indeleble oscuridad conforme saltaban las horas y acudían simultáneamente las más preclaras certezas, de modo que la línea del camino se estrechaba tanto que me cerraba el paso por completo.
Dejé correr el tiempo igual que un hermoso vegetal. Sin ambiciones, sin ideas. Al doblar la esquina, precisión y aplomo ajenos me eliminaron del juego. Sentimientos a la desesperada, deseos de huir, pero no se puede huir de uno mismo.
Decidí que no escribiría más.
Contemplada la fuerza del viento sobre los objetos de la calle (árboles que se aferran a sus precarias raíces, los coches, tan arrogantes, casi sin inmutarse, las plantas dispuestas a despegar y el leve temblor de las farolas) me asenté sobre la cama, recostado, como quien hace acto de desaparición.