09 octubre 2010

Ibuprofeno

Es sencillo dispersar los días como intrusos que ven pasar el tren delante de su choza

A veces sentado en una terraza y en silencio, la charla tangencial de los otros dos porque no hay nada que escuchar, menos que decir, cosas que siquiera entretengan. Tal vez sí echar un vistazo a la gente que transita, mirar al perro que te clava los ojos porque está aterrorizado. La bebida que meridianamente no sienta bien, tampoco la sobriedad; es complejo discernir en cuál de las vertientes está uno peor, si sereno, si ebrio, si comatoso por la resaca.
Entonces Julie en la penumbra levanta la voz y propaga una risotada en el momento en que nos dirige unas palabras:
-Éste parece más joven, porque vosotros dos…
Y éste se pregunta si parece más joven comparado con su padre y con el otro tipo, el hombre que cada día sube al albergue municipal para acariciar y abrazar a los perros, uno por uno, extrayéndolos y restituyéndolos después en sus jaulas.
Éste le da una respuesta a Julie ambicionando sacársela de encima, desprenderse de su borrachera en la previa de despedida de solteras que protagoniza junto a dos amigas que van de la mano de dos tipos, una creo que es la futura novia, y Julie nos dice a guisa de retirada que siempre tiene que haber algún palurdo suelto.
Manosea éste la corbata y pide un taxi, hasta aquí hemos llegado, pienso tras el firme apretón de manos con el hombre que acaricia y abraza a todos los perros y de dos o tres palmaditas en el hombro del susodicho. Escalamos hacia el hotel, el puerto se queda atrás, me despojo del traje, sueño en la duermevela que me he muerto.
Bostezando a la mañana siguiente observo la estatua infinita de los caballos en la rotonda -Joder, como se nos caiga medio caballo encima vamos listos- mientras mi padre, sin hacer aprecio, conduce a Valença, ciudad donde, después del paseo de rigor por la Fortaleza, compramos aguardiente él, café yo y tomamos el camino de vuelta antes de que ser alcanzados por el viento.