Que pasen mis valientes
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia o muestra patente de la escasa capacidad imaginativa del autor
Sus ojos me acosan, se vuelven fogosos empellones pese a que insistan y me aseguren: "No va contigo, no tenemos nada contra ti". Sin embargo aprecio en esas miradas un marchamo de muerte y cenizas sin necesidad de paz ni cementerios, un polvo eterno que ni el viento arrastrará.
"Queremos nuestro dinero ahora", me han dicho. Amenazan (¿con qué?) en el supuesto de que el dinero no estuviera ingresado en su cuenta antes de las 9 a.m. del día siguiente. "Díselo, déjaselo bien clarito". Sostengo el auricular a duras penas, al otro lado de la línea me aguardan oídos incrédulos, de alguien que arraiga ya un sentimiento de encono hacia mí.
Sé que el chico es militar, y por si fuera poco distingo fácilmente, por lo marcado de sus músculos, que está en forma. Sé que podría acabar conmigo en menos de 10 segundos, quizás unos pocos menos si emplease las dos manos. Sé que es inevitable, de cualquier modo, si lo deseara. Su mirada dura no me concede ni un respiro: la serpiente se come al ratón de una pieza, no atisbo escapatoria, no encaja en mis planteamientos.
De pronto decide arrebatarme el teléfono, ponerse él y trasladarle sus exigencias al operador que lleva un buen rato mostrándose más que impaciente. Le grita: "¡¡Cómo que me vas a colgar!!". Continúa hablando a voces. Pero demasiado poco tiempo. "Me ha colgado, el hijoputa me ha colgado, se va a enterar". Entonces le dice a su esposa, levantándose: "Vamos a la Guardia Civil, se les va a caer el pelo. ¡Y luego voy a por el puto sudaca cabrón del teléfono y lo mato!"
Antes de recuperar el auricular y colocarlo en su sitio escucho el fuerte portazo. Sin reacción, como siempre, congelado, sólo medito y deseo que lo de caérsele el pelo a alguien no vaya por mí, que ya está bien.
Viva la muerte
El banco. Otro día más. Haciendo cola por variar, perdiendo el tiempo y a la vez ganándolo, construyendo historias siempre verdaderas, como la historia de hoy. La del hombre tranquilo, la del hombre sereno aunque de aspecto poco saludable que aguarda su turno dos puestos por delante de mí en una enorme fila. Las amas de casa y personas mayores en general aquí en Sebastopol cultivan, también, el hobby de formar colas; de formar colas inmensas y después protestar por lo grandes que son esas colas, y de lo efectivas que se vuelven estimulando el sopor y la sudoración humanas. Y estas personas siempre tienen prisa. Y siempre son las que deben resolver las tareas más apremiantes del mundo. Y siempre piensan que tienen razón. También ocurre aquí, sí, también aquí, otro día más.
En cuanto al hombre tranquilo, no. Al hombre tranquilo le distingue un halo de exquisitas maneras a pesar de su vestir tosco o su rostro sin rasurar o su corte de pelo descuidado. Este hombre logra que centre en él mi atención. Craso error. Advierto espantado la leyenda que graba su antebrazo derecho: "Viva la Muerte". De su pantalón cuelga una bala convertida en llavero. En su espalda, una mochila entreabierta propone malos augurios.
Avanzamos un poco más hacia el mostrador. Yo sigo sin perder la mochila de vista. El reloj de la pared va muy despacio, la fecha del día se tatúa en mi mente.
En la última vuelta al grueso cordón que dirige la fila, la posición del hombre me descubre la mochila y su contenido en todo su esplendor: papeles, un cuaderno, una manzana. Llega al mostrador y se dirige a la empleada desplegando esas exquisitas maneras que describo, mientras que yo, frustrado, me sitúo a las puertas de mi inminente y seguro turno. Otro día más.
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