31 julio 2006

Sótanos

La tostada se cae siempre del lado de la mantequilla, y más si encima lleva mermelada, las cosas siempre son susceptibles de empeorar.
El pasado viernes entró un matrimonio con su hijo pequeño en la oficina, me pidieron algo muy concreto, me exigieron que fuera al grano, que nada de rollos, que rapidito, que tenían prisa y demás. Me sentaron a su inquieto niño en mi regazo: "tú sabrás entretenerle, es tu trabajo", afirmó la madre, y el niño aprovechó mi manga corta para hacer zanjas rojo intenso en mis brazos desnudos, a la par que yo trataba de centrarme y centrarlos y de saber si era sueño o realidad lo que acontecía. En cierta ocasión una compañera me había contado que una niña le había dejado marcada la espalda con sus uñas, pero a mí esta historia me había movido cruelmente a la hilaridad. De nada sirvió que la chica me mostrara unas profundas llagas que dolían con sólo mirarlas y que llegaban allí donde la espalda pierde su noble nombre (como suele decirse): yo me reí de ella y después toda esta historia dejó de hacerme gracia una vez que tuve a aquel mocoso encima.
"A ver", les dije, "es importante que les explique alguna que otra cosa antes de nada". "Que no, que no queremos palabrería, que te pongas con ello", replicó irritado el padre. "Perdonen entonces" y cogí en mis brazos escocidos a su vástago y lo coloqué en el suelo, "tengo que ir a por unos folletos al almacén". Bajé las cinco irregulares escaleras que conducen al almacén, convertido en un inmundo sótano paraíso de las ratas y reino de la oscuridad. La puerta se cerró secamente a mi espalda. "Oigan, se ha cerrado la puerta, ¿pueden abrirme?", imploré. "Sí, sí, ahora va…", contestó con tonillo irónico una voz gruesa e irreconocible para mí.
Luego vino el silencio.
A la vez, junto a mí, por todas partes, ratas y ratas chillando. Se sabe de ellas que son una de las especies más dotadas para la supervivencia. Yo, aunque alguna vez me lo habían llamado (incluso cosas peores), no era ninguna rata.
Sentí miedo. Sentí el peligro. Empecé a llorar.
Después retumbaron pasos aproximándose.
"Imbécil", escuché de pronto, "vamos a abrir esa puerta en unos instantes, pero quiero que antes nos digas que no vas a salir de ahí hasta dentro de diez minutos. Si no, tus sesos serán pasto de las ratas, jo, jo, jo".
"Lo juro, lo juro, lo juro", sollocé.
"Bien, acabamos de hacer limpieza, la llave de la caja fuerte la dejamos donde estaba, puesta en la cerradura, aunque vamos a echar la combinación, no sea que venga alguien y te robe". Más carcajadas.
Al pasar los diez minutos me asomé tímidamente al interior y era cierto, la caja tenía puesta su llave y había que introducir la combinación para abrirla y comprobar que no habían dejado ni las telarañas. Tampoco quedaba rastro de los componentes informáticos de la oficina, hasta los enchufes eran ausencia.
Me senté a pensar en la extraña voz… ¡¡El niño!! El niño era un enano cabrón, quién lo diría, menudo afeitado más cuidadoso le habían procurado…
Al rato me levanté e interioricé el desastre.
Sin embargo, no llamé a la policía.


Clase obrera 2 (epílogo)
Salí a mi hora del trabajo para contemplar, en el interior de El Corte Inglés, al cliente obrero del otro día pagando y devolviendo la sonrisa de la eficiente y elegante empleada que le atendía en ese preciso momento.

2 Comments:

At 22:24, Blogger gorki75 said...

Un relato guapo sí señor. joder para cuanto da ese curro, y vaya juego la oficina ¿eh? Casi tas creando tu "Macondo" particular...

 
At 21:21, Blogger Guaje Merucu said...

En breve debería ir pensando el cambiar de registro, o echar el cierre para no aburrir, jejeje.

 

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