Milán (I)
Se podría describir como una experiencia un tanto desasosegante.
Llegamos una noche de marzo a la capital lombarda, buscamos donde alojarnos o…, no, creo que no, que primero nos dio por hacer un recorrido turístico por los puntos más emblemáticos de la ciudad. La noche se imponía desde las más tempranas horas de la tarde, aún no habíamos abandonado el invierno, aunque quedaba muy poco. Paseamos dando palos de ciego, desorientados por el contumaz itinerario que nos conducía ora al malecón y el perfume a sal, ora al coliseo desafiante que nos abrumaba desde su alta colina y cuya tétrica sombra se cernía como una amenaza. Tampoco obviamos el castillo, la inmensa y esbelta mole que recorrimos con todo lujo de detalles, antorcha en mano, con todo el grupo. Allí fue cuando ejecuté mi primer movimiento separatista, no con la idea de fundar un Estado ni nada parecido, sino para explorar a mi aire algún misterioso recoveco de este baluarte sobre el que había leído diferentes curiosidades en varias guías. De esa manera trepé por la escalerilla frágil de una de las torres, y luego accedí a la oscura cripta donde se custodiaba el metálico cáliz del que bebería un trago de buen vino tinto antes de reunirme de nuevo con los demás.
Finalmente el camino nos llevó por derroteros más prosaicos, nos guiaron con la idea de que saciáramos nuestros instintos más consumistas, lo cual desembocó en la visita a un centro comercial. En este templo del capital y las oportunidades resolví disgregarme por segunda vez del conjunto. No hice en unas cuantas horas más que subir o bajar por rampas o escaleras mecánicas, fijarme con parsimonia en los escaparates, frenar de vez en cuando mis pies y volver sobre mis pasos, mirar mucho y mal, y digo mal porque no logré comprender nada de lo que vi.
Llegó un momento en que se ensombrecieron los pasillos del centro y acabé saliendo al exterior donde no había ni un solo componente del grupo. Me puse a caminar al azar; luego me detuve un instante, me giré y marché en la dirección contraria. En una calle estrecha localicé un punto de información oficial de Turismo y entré a merodear buscando respuestas. Poco después dejé el local, avancé hacia unas marquesinas y esperé a que llegara el autobús. Una señora de mediana edad, muy correctamente vestida, se detuvo a mi derecha y comenzó a lanzarme miradas. Al cuarto envite, me dirigió unas palabras en un perfecto castellano: "Tú eres asturiano, ¿no?". Le respondí que sí, mientras contemplaba que contra su pecho oprimía un ejemplar de La Nueva España edición Cuencas. "Ven conmigo", ordenó. Sin pronunciar una sola sílaba la seguí.
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