02 noviembre 2006

Incólume

En la cuadrícula de la acera de esta plaza yace el niño muerto. Su cabeza se apoya en el almohadón de su propia sangre, una densidad que se expande poco a poco y se aleja, como si no tuviera nada que ver con el cuerpo que la acogía hasta el momento del impacto. Porque ese niño acaba de fallecer justo cuando su cabeza ha golpeado ásperamente el pavimento, no ha tenido tiempo para ser consciente o para sufrir, por fortuna. Jugaba con otros muchachos del barrio. Dos de ellos se valieron de su superioridad física para divertirse a costa de él. Lo zarandearon, le procuraron el ineluctable empujón que trajo el impacto de muerte con inocente sencillez: con un ataque frontal de uno de los chicos mientras el otro se situaba a sus espaldas agachado, anclado de pies y manos, propiciando el consabido efecto zancadilla. Los padres acudieron en cuanto recibieron el aviso. Era domingo y pasaban la tarde en casa, una tarde a priori como otra cualquiera, quién piensa que puedan ocurrir estas desgracias. Nadie en su sano juicio, eso está claro. El drama les cogió por sorpresa. Aún sin aparentes visos de reacción el padre piensa: “Mi hijo está muerto, no va a volver”. La madre se dice: “Mi hijo está muerto, no lo veremos nunca más”. Ambos se guardan las palabras como mudos, detenidos. Ni siquiera se miran. Sólo tienen ojos para el niño, giran en torno a él, en silencio. No se tocan tampoco: ni una mano calma sobre el hombro, ni una caricia, ni un cómplice movimiento aproximativo. Todo acaba de comenzar sin embargo, todo requiere de iniciativa, algún tipo de iniciativa, pero es inútil: mutismo y quietud suponen su única oferta.

En una gárgola se ha posado un pájaro. Las gruesas nubes traspasan lentas, como estancadas, el cielo. En la sangre joven con amenaza de coágulo, en su grumosa estructura, se diría que algo se mueve. O tal vez fuese más correcto describirlo con el verbo germinar: Algo germina. Un trazo cristalino pero obtuso, como alzado con diminutas alas de algodón, porfía por separarse. Esas pequeñas alas establecen su nexo con lo recóndito, se desembarazan de todo factor orgánico, reintegran feliz y dispar autonomía echando por tierra enunciados citas sentencias y palabras en vano. Una red, un tapiz múltiple y pleno emerge sin cortapisas. A años luz de lo tangible, la ligereza de ese vuelo leve origina un creciente murmullo en los suspicaces. La ciudad mantiene el pulso de una proverbial jornada dominical, con sus sonidos lejanos, en el día por excelencia de lo lejano y de la distancia. El suelo parece erguirse con una vibración pronunciada. El pájaro despega desde la gárgola. Una carcajada, idéntica a la de Nelson (Los Simpsons) le acaba de perturbar enormemente.