18 octubre 2006

Invece

El coche conducido por Ella giró despacio a la derecha, hacia la verja de entrada, siguiendo las indicaciones estrictas que Él le daba desde el asiento del copiloto. El volante obedeció a regañadientes como indócil esencia.
En aquel extraño territorio, en esa especie de parque, los vehículos —toda clase de vehículos—, las sombrillas, las mesas y tumbonas, las toallas, esterillas y demás artilugios análogos ocupaban con paciencia los espacios o, en ocasiones, los inventaban. También tenían su lugar, por ejemplo, las neveras, los paraguas, las pelotas de playa, los impermeables, las parrillas de barbacoa, el carbón y los hornillos de camping gas. El terreno era de una notable irregularidad, inestable, gris. Escudriñaron, avanzando parsimoniosamente con el coche, una ubicación más o menos cómoda. Allí, mientras buscaban, parecía avanzar veloz el tiempo, de tal manera que se pasó de una estación a otra en apenas minutos: el sol, la lluvia o el granizo (a veces la nieve), el viento, la temperatura, la duración e intensidad de la luz se alteraron en ese breve lapso (así como el color de la piedra y la hierba), brindando un espectáculo misterioso, un poco inquietante, pero, a fin de cuentas, digno de ser contemplado. Ella consiguió encajar con dificultad el coche en posición diagonal entre una moto y una furgoneta de color rosa. A su lado, un joven perfilaba con su sierra eléctrica los arbustos, los esculpía más bien. Sacaron, sujetando cada uno por un extremo, la ligera mesa de madera y la transportaron —como una precaria unidad de incómoda fusión— hacia un espacio libre. Tropezaron en su camino con objetos, personas que estaban tumbadas, animales que correteaban, rocas que esperan durante siglos a que pase el tiempo y se elabore con calma la historia. La esfera azul del reloj de Él destelló un magnífico rayo de sol que fue a parar con golpe certero a las pupilas de una señora que leía alegremente el Hola. Él pidió disculpas a la mujer por interrumpirle la lectura (alegó la lógica y comprensible involuntariedad) y dirigió su mirada a un grupo de revoltosos chiquillos que jugaban, excitados, corriendo delante de un sonriente balón anaranjado. El cielo se tiñó de violeta, así que el sol frunció la nariz, su luz rasante caía, plúmbea, revelando la textura de las superficies. Un hombre trataba de leer con agónica paciencia un periódico del día anterior pero una ráfaga de viento, toda arrugas, se lo impedía. Caminaron sin cesar, caminar inexorable y sin detenerse. Gotas de sudor perlaban la frente de Él que, molesto, se pasó el dorso de la mano izquierda con un ágil y estéril movimiento. Ella, al contrario, mostraba un aspecto exultante y guiaba con decisión el traslado de la mesa, marcaba el itinerario, disponía el destino. La hierba se coloreó de un azul pálido estremecedor, avanzaron metros y metros y se situaron, al fin, ante una vacía cancha de tenis de arena fina y cobriza que se precipitaba hacia un pinar. Para ser exactos, la inclinación del terreno comenzaba más allá de la red divisoria de la cancha, aunque sin duda provocaba el vertiginoso efecto óptico de arrastrar hacia abajo, tras de sí, al resto de la superficie rectangular junto con las líneas, la silla del juez de línea, las vallas y alambradas que cerraban el conjunto formando el dibujo preciso de un recinto deportivo tenístico. Comieron frente a frente, ocupando ambos las cabeceras de la mesa. Había bajo sus pies cristales rotos esparcidos por la metralla, un bello fulgor dorado. El lugar que eligieron como aposento estaba situado a la derecha de una caravana blanca muy sucia y justo un metro detrás del coche estacionado por Ella. Comenzó a chispear y se metieron en el coche, miraron de frente, callados, a la cancha de tenis durante largo rato. Un niño orinó al ritmo de la lluvia sobre una de las ruedas traseras de la caravana, aspiró la fragancia ambiental; sus amigos, sin esperarle, se deslizaron en trineo sobre la intensa hierba, se evaporaron en dirección al plano inclinado del pinar. Ella y Él se reían sentados en el asiento trasero. Al instante, fijaron sus miradas componiendo una escena conmovedora y establecieron entre sonrisas un torpe diálogo que, tan pronto como se inició, se tornó inaudible.

En ese momento se hizo el silencio.
Lo justo para que hablara la megafonía en el vagón del metro y tomara protagonismo su función informativa. El tren encontró la parada de Ella de manera fulminante, les dejó igual que si no hubieran estado juntos hacía unos segundos o ni siquiera se conocieran. Cuando se dieron los correspondientes besos, Ella se apartó de Él para alcanzar la puerta y le dio la espalda convirtiéndose en una persona más de aquel vagón, con el mismo anónimo significado.

2 Comments:

At 17:40, Blogger David Suárez Suarón said...

Buen relato con realismo mágico y la certeza de que es mejor no hacer caso de las previsiones meteorológicas...

 
At 16:42, Blogger Chela said...

si mides el relatu tien justo 1 metro de longitú o quise decir 14 mahous, haiga salú y en breve pinchoteo-que al final nun preparemos nada

 

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