13 octubre 2006

1995

Hay una invasión de silencio atravesando la habitación de un hogar tranquilo, acogedor y majestuoso, en donde no se dicen palabras y se mantienen las miradas fijas, perdidas hacia no se sabe bien qué objeto y un calor ambiental es el dominador de todo.
Es un momento solemne, casi mágico el que se observa en aquel cuarto oreado por el humo de un cigarrillo. Se diría que tiene algo de cómico, más bien de dramático ese pomposo instante, cuando pende una tenue luz sobre las cabezas y una solitaria mosca cruza la habitación sucesivamente. Escuchamos su zumbido a la perfección, también el canto de los grillos afuera, el paso de un tren lejano o el crujir de resecas hojas ante las tímidas embestidas de la brisa.
Alguien entona un conocido cántico pero nadie le sigue o le presta atención, nadie sonríe o canta, nadie levanta los ojos de sus posiciones como si los tuvieran pegados de continuo. Parece que nadie va a moverse y no existe dirección a la que dirigirse ni camino que recorrer. En fin, todo está hecho ya, y miramos todos al mismo sitio y vemos el paseo de una sombra que, relajadamente, se dirige hacia la puerta.