Milán (y II)
Su piso estaba cerca, en un edificio estilizado y un tanto vetusto del centro milanés. Atravesamos la puerta de la vivienda y nos envolvió un ambiente cálido y seco, bastante agradable si tenemos en cuenta la temperatura exterior. Me despojé del abrigo tras un gesto de la anfitriona, enfilé el camino del baño, me senté durante unos segundos sobre la tapa del váter en actitud reflexiva, con la cara apoyada entre las manos. Después le solicité a la señora que me permitiese telefonear. Me dijo que al fondo del pasillo, en la habitación que se hallaba al final del mismo, encontraría acomodo y un teléfono. Se trataba de un aparato de época, obsoleto e inservible, para usos decorativos o ni siquiera eso. Pero entonces, el sonido de una cerradura chirrió a mis espaldas. Con un respingo coloqué mi mano sobre el pomo de la puerta sujetándolo con firmeza: cerrada. Me senté en el suelo reposando mi cuerpo contra la vieja madera de la puerta, cruzados los brazos, y aguardé.
No soy consciente del tiempo transcurrido, ya que me llegué a dormir. Sin embargo podría afirmarse que no fue demasiado pues aún era de noche, o tal vez sí fuera demasiado y hubiese pasado un día completo. Ahora es lo de menos, porque el resto del relato sucedió deprisa: golpearon repetidas veces la puerta con un puño o un objeto macizo, yo me separé de esa puerta y me puse en pie entre el estupor y la consternación, y me hice a un lado en cuanto fue abierta por completo esa puerta y la cruzaron tres mujeres (yo diría que menores de edad) que, sin darme tiempo a reaccionar, cerraron esa puerta de inmediato, no fuera que se escapara una molécula de oxígeno tras esa puerta: una de las chicas sonreía horriblemente y me mostraba embelesada fotografías antiguas de su infancia enmarcadas en materiales oxidados y de ínfima calidad, y subían por escaleras de caracol bien untadas de grasa las crujientes partículas temporales, léase décimas y segundos y minutos y horas que eran días y meses y años, los años en que se concibieron nuestros tres vástagos varones y en que la ayer bella manceba hoy se tambaleaba y agitaba ante mí, y me atravesaba los ojos como si la mirada se clavase dolorosa y me repetía ‘ti amo, ti amo, caro’ sin perderme en absoluto de vista, sosteniendo un manojo de llaves entre los dientes y por cierto nunca escatimando perdices en el menú. Y la cerradura putrefacta de esa puerta, con su bloqueo ideal, hacía infranqueable nuestro gabinete y, al tiempo que paralizaba mi voz marchita, se burlaba por entero de mi vida.
2 Comments:
Moraleja
Como el espacio es un campo abierto donde todo puede suceder, la infancia y los sueños y las pesadillas
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