03 enero 2009

Regreso a Sebastopol (Cuento de Navidad). 1ª parte

La noche en que salí por patas de la casa me había ido a dormir a eso de las once, hasta que la vieja chupasangres apareció a los pies de mi cama, se acercó por el lateral diestro y empezó a forcejear conmigo, obsequiándome con un buen mordisco en la mano izquierda mientras yo gritaba “puta hija de puta” sin parar, insultos que no le hicieron cejar en su empeño, todo eso durante dos o tres minutos, el tiempo que tardó en situarse detrás el anciano, una especie de ángel de la guarda, y la fulminó con un perfecto corte en el cuello, provocando el declinar de sus fuerzas, la mueca de espanto en su boca abierta como fauces de animal, el desplome de su cuerpo enjuto sobre la alfombra.
Salí por patas, digo, pues una vez ocurrido todo esto no había señales más diáfanas, no rescaté ni ropa interior en mi huida, me largué con lo puesto, un pijama de franela granate, unas chanclas y tiré disparado hacia la puerta, que me resultó imposible abrir. De nuevo la inestimable colaboración del anciano se alió conmigo, me sujetó por debajo de los brazos -como quien alza a un bebé- y me sacó por el techo de la entrada de la casa, haciéndome atravesar el firmamento sin dolor, como un espíritu, como un muerto, y el vecino no había echado el cierre a la puerta, la cual abrí con un giro de muñeca espectacular, y bajé las escaleras como quien huye del demonio, echando pestes por la boca, aún sobresaltado.

La estación venía a ser la misma tristeza de siempre, me senté en los asientos traseros del autobús, llegué a Méndez Álvaro tras la penosa ruta, me senté en el vagón del metro, volé por las escaleras mecánicas a otro autobús, debajo de las torres, viré del sur al norte, otra vez el norte, a otro autobús con destino al norte, norte-sur-norte inadmisible, mas única salida a la que aferrarse, lo supe junto a la gasolinera, ese horror del que no cabía en entendimiento alguno que no hubiera saltado por los aires todavía, yo con las ganas de hacerlo, aunque no me bajé allí, seguí casi hasta el final del pueblo, me paré a los pies del Hostal Chiscón, donde me alojé con el trabajo bien hecho, sin la necesidad de cambiarme, pues el pijama cubría mi cuerpo y las telarañas me las traía asimismo puestas, y me metí en la cama blandengue y tibia de la noche oscura de Sebastopol.

El paseo por el pueblo al día siguiente me dijo que tampoco era lugar para mí, sólo contemplar a la yonqui anunciando por la Calle Real la hazaña de su compadre, el monstruoso defecar en mitad de la acera de su compadre yonqui, “¡¡Mirad, mirad, jajajaja, está cagando…!!”, sólo el intento de desviarme para no toparme con esa atrocidad, ese gesto animal y vomitivo, sólo el verme abordado por la pareja toxicómana invitándome a que me recreara con su obra, sólo el verles recoger los excrementos y lanzárselos a los transeúntes, sólo el esquivarlos por poco… Era demasiado y tomé una determinación: me iría a la Sierra, primero de visita, después quién sabe.
Me desprendí del pijama y de la cochambre, me vestí con pantalón de pana y forro polar, calcé botas de trekking, las até firmemente, me marché sin pagar del Chiscón.