03 abril 2010

La destruction, Béatrice y Dublín (2)



Afortunadamente no había mostrado la estúpida elocuencia ordinaria durante la madrugada del viernes. Fue más bien la referencia a lo británico e irlandés un asunto a pasar de puntillas. Y fue triste la apremiante revelación que apareció con aquel golpeo al aire, el gesto, el asomo de lo que pudo haber sido mi auténtico viaje vertical. Puede que la ruta hacia abajo en la Semana Santa de 2004, la procesión en descenso por el norte de Portugal se hubiera quedado en un ensayo erróneo, una suerte de experimento con gaseosa. Es muy factible que las noticias recibidas el miércoles desde Oporto pusieran en funcionamiento el ramaje y cableado de este caos asociativo. L.Á. mandó su mensaje desde la ciudad que casi tomamos cuatro balas perdidas en la Semana Santa de 2004, lo hizo como quien anuncia la colocación de una bomba en algún edificio institucional, conjurándose para celebrar su cumpleaños antes de este domingo. La invitación parecía tener un halo de fin del mundo, un contorno y matiz apocalíptico dentro del enredo que palpitaba desde mis sienes hacia otro punto más hondo y tenebroso, la superficie abisal que, intrigante y metódica, me traía de los pelos igual que la vigilia más violenta y demoledora.
La interrelación más frenética, con esta dispar materia prima, se apareció de pronto y saltaban las chispas de lugares visitados atrás como Salamanca, las poblaciones taciturnas del norte portugués, con una plena, merecida y reconocida capitalidad para la ciudad de Oporto. Me vino a la memoria el recuerdo de la noche en Salamanca años antes, el papel en blanco de los 21 años de la chica de Castelldefels, la saga de minutos escurridos, viento que se escapa y así pasando el tiempo, con los bolsillos vacíos, no muy distinto por consiguiente lo que sucedería después, el viaje con un inicio que amenazó con truncar cualquier planteamiento, cualquier trazada con cierta base lógica.

Es triste la apremiante revelación, la escasa habilidad para transmitir que ha derivado en una torrencial lluvia ante la que debería postrarme esquivo, los bajos del pantalón empapados, el sombrero ladeado, la vista marcando la simetría de olas que no parecen ir ni venir, congeladas en medio de la tempestad, la bruma entorpeciendo el paisaje todavía más: si esto fuera ya posibilidad, si permaneciera en pie algún material con el cual empezar así una narración, la salida del laberinto, el minotauro que se muere ahí dentro de hambre.
Jugué pues con los ingredientes que el capricho y la evocación me dispensaron. Quise sacarlos a la luz. Dejé caer la idea de entrar por Londres, salir por Dublín, quién sabe si como ejecución de un engaño, claro está a uno mismo, entiéndase bien la idea. Esto fue lo que se verbalizó en la madrugada del viernes, el conato a tientas de una tabla que flota y que parece inaccesible. Debajo de las risas por la vertiente más anecdótica, por la bandada de pájaros en la cabeza que enraizaba la base del iceberg, se anclaba la búsqueda de un determinado orden que espantara el atractivo por lo profundo, el techo insondable y magnético.
Queda al final algún capítulo por escribir, un relleno de latón en las horas siguientes cuando, tal vez, empiece a percibir eso que se dice del movimiento y de los pasos y de las demostraciones, acaso el infinito testarudo dilema de dejarse o no llevar.