07 agosto 2006

Languidez 2

Te detienes por unos instantes a escuchar las voces que vienen de lejos: jóvenes en charla huera, risas, promesas que no se cumplirán. Te mueves unos centímetros, cambias tu postura a la vez que observas los diminutos pliegues del diván. Las cortinas están entreabiertas -observas también-, la luz ya penetra suave en la estancia, anochecerá, es cuestión de poco tiempo.
Fijas la vista en un cuadro que nada te dice: sus colores muertos, su composición anodina, sus trazos vulgares, un cristal manchado que casi parece mate. Te vienen los recuerdos de otros cuadros perezosamente, te sientes como hundido en el centro de una resaca, y sin embargo no has tomado ni una sola copa.
Evocas el intenso y hermoso brillo de unos ojos de alguien que no está, de alguien que seguramente nunca estuvo, de alguien que, es seguro, nunca va a estar.
Paladeas la tristeza, toda una tormenta de amargura, el monopolio de la desolación te pertenece, cae entero para ti. Luego piensas que te da lo mismo: ni un gesto de dolor, nada que emita sensaciones cercanas al sufrimiento, eso no irá contigo, te convences.
Enciendes otro cigarrillo -cuántos van-, expulsas muy lentamente el humo, sigues, eres el espectador de su desvanecimiento en el aire, como si miraras tu interior: pausado, distante, indiferente.
No te interesan las palabras, para qué esto o lo otro, no te sirve ninguna palabra más en el reino de la apatía.