10 mayo 2007

La cuenta atrás (II)

En la celda de comisaría todo había sido distinto, más cierto: aunque ignoraba los motivos de mi detención, conocía mis posesiones: una colchoneta y una manta fina y sucia; o, por ejemplo, tenía constancia de que mis compañías eran un delincuente común, un inmigrante magrebí y un pequeño hombre al que no vi realizar ningún movimiento en las horas que allí compartimos, sobre el que, por cierto, juraría que ni siquiera respiraba. Podía estar seguro de que no me faltaría un vaso de café caliente (horrible pero caliente), ni tampoco un pequeño bocadillo de pan seco y duro envuelto con cuidadoso esmero en papel de plata. Incluso sabía que la charla de alguno de los agentes al cargo de nuestra custodia iba a resultar agradable (no interesante, por supuesto, sería agradable, y punto.) Además, conocía el límite máximo de mi estancia en dependencias policiales, legal y claramente establecido por nuestra carta magna, la que todos los españoles nos dimos hace aproximadamente treinta años. Tenía alguna desventaja, como carecer de reloj y de la posibilidad de intuir la noche o el día: allí la iluminación era siempre uniforme y artificial, la misma debilidad, el mismo clarear monótono y obtuso. No obstante, la hora me la comunicaba sin problemas un amable agente a cambio de descontarme una pequeña cantidad del dinero que me retenían mientras duraba mi detención. Por otro lado, tampoco tenía el cinturón del pantalón o cordones para mi calzado, ni posibilidades de asearme, así que padecía una notable e irremediable incomodidad en ese aspecto.

Pero, a fin de cuentas, nada estaba tan mal como en este aterrador cuarto donde caen piedras y se abren abismos infinitos.

En fin, que se supone que el jueves entré en la casa como un poseso y traté de incendiarla prendiendo aquellas cerillas y arrojándolas en cada una de las doce habitaciones, por fortuna deshabitadas ya la mayoría. Esto no sé si lo hice una vez finalizada la discusión o pelea con mi padre o sucedió antes y pudo ser una de las causas que la provocaran; tampoco Pamela puede afirmar nada que esclarezca lo más mínimo el absurdo orden de los hechos. Lo único claro es que padezco de un sofocante malestar que se agrava profundamente cuando se altera mi ritmo cardiaco, cuando se producen leves parones en mi corazón y pienso que entonces ha llegado el definitivo fin. O también cuando me paraliza la aterradora mirada de la anaconda de dos cabezas, a veces coloreada y serpenteante, a veces fiera y endemoniada como un dragón (pero yo no soy Perseo precisamente o Sant Jordi y no tengo espada, ni siquiera una de esas preciosas espadas modelo guerra de las galaxias, ni tan siquiera un tubo fluorescente con que simular con inútil inocencia tal arma.) Y la mirada viscosa de este monstruo, mientras espero, me provoca eso que algunos llaman un vuelco al corazón.

1 Comments:

At 10:17, Blogger David Suárez Suarón said...

y si todo lo que vemos son mostruos?

 

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