El lenguaje del silencio (II)
Al margen del influjo de estas reflexiones le comíamos terreno al pasado, ahora manteníamos la vista en las costas recortadas y limpias de nuestras vacaciones. No exagero hablando así, no había salido nunca de mi pueblo, de mi territorio, de un puñado de hectáreas duras y secas, áridas. La noche llegó por el camino, entramos lentamente en la boca de un lobo, como cantaba un tipo raro del pueblo. Me dormí un buen rato.
Veintidós años y, claro está, en la mayoría de los lugares no sería más que un crío, un niñato consentido y pendiente de pasármelo mejor el próximo sábado que el anterior, meterme más drogas, cepillarme a dos chicas mejor que a una, ni una sola responsabilidad. Yo podía ser la excepción que confirmara la regla, con mi mujer y mi niño, un carácter sin premeditaciones ni cálculos, un ejemplo de lucha por la vida.
Encontramos el complejo vacacional, el resort que nos consiguió mi tío Antonio en una agencia de la capital, asesorado por un monstruito sideral que le convenció de las bondades de este destino. Antonio nos trajo un catálogo con fotos y descripciones del hotel y sus instalaciones, un paraíso a todas luces del descanso. El sitio era un lugar enorme, calculé que tres veces nuestra finca y, una vez pasado el trámite de recepción, nos fuimos a las habitaciones.
Para llegar a ellas había que andar un buen trecho, nosotros desandamos además lo andado por nuestra escasa habilidad y experiencia en estas situaciones. Llegados al acceso, nos topamos con una rampa empinada que daba paso a un corredor; en paralelo, al girar la cabeza hacia el lado derecho, otro corredor dibujaba el rectángulo del edificio: una mole con aspecto de anexo a una cárcel, una rampa frente a nosotros de madera, estrecha, con un desnivel pronunciadísimo. Me aventuré al ascenso a modo de tanteo, no quería que ni mis padres ni mi mujer ni por supuesto el niño fueran los primeros. Subí bastante atemorizado: como nadie va a leer esto lo confieso: me dan miedo las alturas: sólo con separarme medio metro del suelo siento el vértigo. Ya está dicho. Subí -explicaba- con tiento, diciéndole a mi padre que si iba tan despacio era para que me imitaran. Esto en parte era verdad, mi padre se hacía mayor aunque no quisiera reconocerlo, yo ya estaba a punto de tomar el relevo de los cuidados de la familia y del liderazgo.
Les esperé desde arriba y fueron poco a poco uniéndose a mí. Entonces nos metimos en nuestras habitaciones medio sorprendidos por la austeridad y la pobre imagen que se nos presentó: no había más que mirar las fotografías del folleto y mover las pupilas a lo que teníamos delante: ni las cortinas se parecían un mínimo, y en lugar de camas, literas con mantas estilo calabozo serían nuestros lechos.
1 Comments:
y el tres? cuándo? necesito seguir leyendo!!!
besos
eva
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