Sobre la marcha, ante el chaparrón
Para salir de Sebastopol, y a modo de recordatorio, comentar que uno se ha de introducir en un engranaje de tránsitos casi absurdos, en los que puede observar determinadas realidades o ser víctima a priori de ciertos riesgos y confusiones y tragicómicos lances del juego. La misma noche de ayer, camino de la estación de tren, se metieron en el autobús dos individuos, pareja mixta, de esa gente que te mira mal diciéndote qué miras y que podrían involucrarte en un malentendido con un más que difícil final feliz. De esos malentendidos que el conductor o los vigilantes pasarían por alto para no salpicarse, que bastante tiene cada uno con los suyo.
Al margen de estas cuestiones, de la tensión generada, de la respiración que se entrecorta, un dato más que subyace cuando se viaja y se transporta repetidamente de modo tan fútil y que quiero subrayar y mostrar como conclusión propia: La necesidad de espacios abiertos, la urgencia por tener una salida adyacente más sencilla de tomar. El caso es que en lugar de válvulas de escape al alcance de la mano, Sebastopol me ofrece un opaco y mal iluminado camino secundario, nada recomendable incluso para animales como las cabras. Sus transportes son de escasa combinación, sus horarios insuficientes, sus terminales lejanas. En lugar de un mar frente al que plantarse e imaginar con una puerta gigantesca, una formación montañosa ceñida y afilada, como si una frontera en pleno conflicto bélico y con soldados armados hasta los dientes te silbara: atrévete a pasar, verás lo que es bueno.
Entonces verás lo que es malo, si te lo diré yo…
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