14 diciembre 2006

Tiempo de despedidas si ha lugar: B.

Salía recién adquirido mi décimo para el sorteo navideño en la administración de lotería del centro comercial. De inmediato, entre la muchedumbre, distinguí a B., cliente mío y ciudadano de Lviv, Ucrania. Me estrechó la mano y me preguntó si quería quedarme con él comprando ropa o detenernos a tomar una cerveza. Le contesté que mi plan inicial se inclinaba más por el café, no demasiado cargado, al ser aún las 12am, al estar trabajando. Nos metimos en el bar de la planta superior del edificio y bebimos él cerveza y yo café (con leche templada en taza grande). Asimos nuestra copa y nuestra taza respectivamente y sorbimos al unísono mirándonos a los ojos con una serenidad que cortaba el aliento. Recobramos el aliento y charlamos: Internet, trabajo y “¿cómo te va en lo personal?”, me preguntó. “Bien, no puedo quejarme”, le dije. Pero esta respuesta no pareció conformarle, así que profundizó en su interrogatorio con tal carga de profundidad que ríase usted del Guaje Merucu o de Perdis/La Perdiz. De la profundidad se pasó a los límites de lo irritante. De entre todos los enunciados de B. cabe destacar sin embargo un consejo que bien mirado era muy razonable, aunque no pareciera haberlo rumiado en exceso antes de expresarlo: “Deberías buscarte una novia, así no te aburrirías: te llevará a sitios, te propondrá planes, te dirá lo que hacer… Echáis un polvo, vamos, ya sabes, jejeje…”
Luego se le ocurrió a B. que compartiéramos destino en el azar. Sacamos las carteras y pusimos dinero para el sorteo de una cesta de Navidad. Su nombre resultó complicado para la camarera, y B. tuvo que tendérselo por escrito a ésta en una etiqueta de Soberano. Una señora que bebía cerveza a nuestro lado se metió en la conversación y le preguntó a B. por su nacionalidad, me preguntó a mí que si era también ucraniano, no sé por qué ese empeño con que si soy ruso (señor) o ucraniano aquí en Sebastopol; en nada me parezco a los autóctonos pero ellos dale que te pego con la cantinela. La señora parecía borracha o alcoholizada, una dama bukowskiana sacada de una historieta bukowskiana.
Con lo cual, caí en la cuenta del certero desenlace si nos tocara la cesta. A la salida del bar, a la izquierda, había un sórdido callejón donde el señor B. y yo nos disputaríamos previsiblemente a puñetazos la cesta en caso de salir ganadores en el sorteo. Entonces volví a examinar adecuadamente a B. para asegurarme de que me haría papilla llegado el momento con un simple soplido. Rompí por la mitad una botella de tercio y me la guardé en la gabardina. Cuento ansioso los días para el sorteo de Navidad.