12 mayo 2007

Imbécil (Invece #2)

Estaba tan obnubilado viajando Él en el microbús que remontaba la ciudad, que no cayó en la cuenta de que a su lado, desde sólo saben las alturas cuándo, se encontraba Ella.
Los años se habían sucedido deprisa, independientemente de que para Él muchos de aquellos días pasados fueron lentos suplicios, rayos de sol sobre pupilas resquebrajadas, ignición aguda, inherencia, logrado efecto disuasorio del sueño y de la llamada paz del espíritu.
Lo que ahora estaba en el aire era Nada, Él subía a la colina cargado de pastillas en los bolsillos, ni sabía por qué Ella estaba allí ni se lo preguntaba, llevaba impreso en la frente el código de barras del final. La atalaya más significativa de la metrópoli había pasado de ser el lugar en que los jóvenes se amaban y divertían, a ser la sede de todos esos desamparados de mirada torva que buscan un rincón donde despedirse del mundo.
¿Podía Él imaginarse que durante un tiempo fue feliz? Es probable, aunque seguro que no lo recuerda. ¿Podía -es más- suponer que lo había sido junto a Ella? Quién lo sabe. La certeza que atesora es la del reo convocado al patíbulo, la del fiel al sacrificio, la de sus compadres los desesperados que dicen adiós como si durmieran, pese a que nunca jamás despertarán.
El imperio de las certezas es el de ese montón de pastillas que protege, una medicina cuyo poder haría morder el polvo a toda la fauna de un gran circo, incluidos monos y payasos.
La mira de reojo. La tez blanca, los ojos vivarachos, una cinta sujetando el pelo. Más hermosa que nunca. Se mira las manos: tiemblan ligeramente. Mira por la ventana: adolescentes que corren y juegan, zapatos de lunares y muchas tonalidades al viento. Se siente un poco mareado.
Ella presiona el botón de “Stop”, aguarda, se planta ante la puerta, le hace una señal. Al bajarse ambos se dicen las primeras palabras, se sonríen. Ella le propone que se vean para cenar esa noche y festejar el reencuentro. Él piensa que tiene que contarle que se ha mudado de ciudad, decirle casi misterioso que lo ha abandonado todo. Luego piensa que en su vida había visto una sonrisa tan grande y llena de colores, como un arco-iris al revés. Después piensa en las pastillas, y que hay microbuses que remontan la ciudad varias veces al día, y que puede esperar a mañana.
Posteriormente, poseído por un extraordinario júbilo, camina hacia la casa de Ella contando los segundos, y marcha tan dichoso que parece que se haya tomado ya la mitad de la dosis que antes atiborraba sus bolsillos.