En el filo
Ya lo tenía más que experimentado, pero una cosa es pronunciar ciertas palabras y otra bien distinta es verlas venir de verdad. Vivir sin anclajes, siempre en el filo, eso queda muy bien cuando alguien lo escribe, y luego, cuando se manifiesta con ojos, narices y otros apéndices, sálvese quien pueda. Me pregunto cómo es posible ese rumor metálico en los pisos inferiores, el trepar con artilugios añejos por el edificio, si éste tiene dos ascensores en perfecto estado y unas escaleras divinas de la muerte. Ahí estamos. Un persistente trepanar cada vez más cercano, los latidos del corazón que se acelera, dímelo. Ya lo sabía, tenía que suceder, y en ésas estábamos. Sitiados en el cuarto más extremo, sin víveres ni agua, con necesidad de esconderse sin aparente razón. Los adivino en la tercera planta por lo menos, junto a mi inquietud. Rezar sin fe sospecho que es el postrer asidero, pero no seamos ridículos, un poco de dignidad, aunque sólo sea por empezar nunca está de más, aunque sea por empezar por algo. Un lapso indefinido de tiempo y yo estaba roncando, léase dormido. Salió el sol un día más definiendo una relativa alegría. No pasaba por alto que no podría moverme de allí, de aquella habitación extrema, y sin embargo tenía un día más por delante. Cuarto piso, tal vez quinto, o rozándolo. Después se apagó la luz del día con relativa facilidad, el hambre empezaba a hacer mella escarbando. Si al menos los obreros de enfrente lanzaran la bola contra el edificio, si al menos yo existiera para alguno. Comienzo a darme cuenta de que los cimientos de la casa no son tan sólidos, 1-1, pedazo capullo. Luego que, fundidos en la noche, rascan sobre la madera de mi puerta. Aún los tengo a varios metros de distancia, y aún existe una podrida escalera de incendios en el exterior, allá donde posar un pie tras otro y probablemente descolgarse.
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