El lenguaje del silencio (III)
Dejé a mi familia reposando su decepción -no sé hasta qué punto- en sus cuchitriles, y me dispuse a dar un paseo por el hotel para evitar que se dieran cuenta de mi gesto consternado. Pocos pasos más allá me tropecé con tres jovencitas que salían de un ascensor lleno de lujos, con mármol y todo en su interior. Las paré. Les pregunté que qué coño pasaba, que por qué nosotros habíamos tenido que subir por aquel pedazo de madera apolillada y que las habitaciones eran una verdadera mierda. “¿Una mierda?”, contestó una de ellas: “camas de 1,35, las habitaciones son amplias, un baño precioso: si tiene jacuzzi y todo”, añadió. “¿Cómo?”, dije. “Igual que las vuestras”. ¿Pero qué tipo de broma es ésta?, me pregunté. Silencio. “No te hagas el listillo, niño guapo”, prosiguió la misma. “No, en serio, nuestras habitaciones no tienen nada que ver con lo que me estás contando”. “Ven conmigo”, me invitó Alejandra, que así se llamaba, y me sujetó de la mano para que la acompañara.
Abrió la puerta y ante mi estupefacción ahí estaba, tal cual me había explicado: una verdadera pasada al que no le faltaba detalle y pulcritud. Las amigas de Alejandra protestaron y le preguntaron con tonillo que si no se iban a la piscina de una vez.
Al día siguiente me marché con la familia a la playa; eso sí, dormimos en nuestras celdas -apropiada expresión- a pesar de lo visto y de nuestra reclamación en el hotel, y seguimos subiendo y bajando por aquella rampa de los demonios. Cogimos sitio en el arenal, jugué con el niño, les compré a todos unos helados… Tomamos el sol, y por fin no remoloneé más y me fui derecho al agua. El mar, estaba frente a frente con el mar, al fondo parecía que se acababa como una muralla, esa raya sobre el cielo… ¿Cuánta profundidad habría ahí detrás? Los primeros espumarajos de las olas que se rendían me mojaron los pies; estaba fría el agua, aunque muy agradable. Caminé hacia adelante con cautela; a la altura de las rodillas escuché una voz familiar que me dijo hola. Alejandra: “¿Qué pasa, está fría? No quieres que te llegue a la cintura, es eso, ¿no?”. Luché por disimular pero no era una de mis especialidades. “Me da miedo… No sé nadar”. “Ven, si no te va a hacer nada”, apostilló tirando de mí. Avanzamos y me habló de una fiesta en la playa, esa misma noche, con música, fuego, bebida, etc. “No puedo”, respondí, “además no me gustan las fiestas”, sentencié por zanjar el tema. “¿Pero cómo no te van a gustar las fiestas? Si eres un crío todavía”, me dijo mirándome con un interrogante entre el pelo mojado.
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