Autobuses
Fue en noviembre de 2004 cuando te envié la primera postal. Claro que ésta no viajaba sola, iba adjunta a una extensa carta que abundaba en el mismo error, aunque yo por aquel entonces no lo sabía. Con la postal pretendía que el enganche significara lo mismo para ti que para mí -además de aparentar poseer un finísimo sentido del humor y de ser original, en aquellos tiempos en que la originalidad y las buenas costumbres se habían ido al carajo-. Con la carta pensaba que arrojaba un denso rayo de luz para que comprendieras, no te olvidaras de lo que cuenta, de la verdad de cualquier palabra o de cualquier silencio.
Te mudaste a París con motivo de tu beca Erasmus, te marchaste con el comienzo del curso, con poco equipaje, con muchas ganas de cambiar de aires. A mí, por el contrario, todo eso era lo que menos gracia me hacía: aquel viaje, París, perderte de vista durante nueve meses, un tiempo perfecto que me sacaría del terreno de juego sin vacilaciones. Te mudaste a París, así de sencillo, como quien respira, lo cual configuraba un panorama de lo más rancio, no podía verlo de manera distinta, no podía.
Me metí en los primeros días con los grandes: Hemingway, Bolaño, Svevo, Sebald, Perec, Kafka, Nabokov... Volví a ver cine, a consumir imágenes de forma incomprensible recordando al entrañable Franz. Tal vez por este increíble sujeto dejé luego de ver cine, y me tronchaba de risa pensando en los autores y/o juntadores de letras que se basaban en dos o tres tópicos para hacer el mayor de los ridículos simulando ser muy duros, divertidos y auténticos con su impostado estilo, una campaña de marketing que se cargaba de un plumazo a Shakespeare o Tirso de Molina. Busqué ese estado de bella desdicha que tanto menciona Vila-Matas, cimenté un camino sin embargo lleno de palos de ciego, sin enterarme para nada de lo que creía traerme entre manos. Así era yo, el espejo del centro de las críticas, cuánta ironía y sarcasmo y de qué poco me sirvió.
“Te pondrás bien” eran las únicas palabras que se salvaban del paseo por puntillas que en realidad eran tus respuestas. Me aferré tanto al destello, a la electricidad de la chispa, a aquello que surgió en la mesa de un bar de barrio en las tardes de un verano que se rendía, a lo único que maduré como posible, la correlación de energías y de símbolos, una simbiosis sagrada que se filtraba entre tus anécdotas de piso compartido, como cuando unos italianos te indicaron que para cocer pasta era un pecado verter aceite en el agua, aunque fuera muy poco. Me río ahora de tanta gilipollez, para qué te voy a decir otra cosa.
Me aseguraste entusiasmada que era un amigo, que yo sí que era un amigo de los de verdad. Me dijiste todo eso por e-mail, en un mensaje cuyo archivo adjunto era una fotografía, la de tu novio Pierre, al cual salías mezclada abrazada y sonriente, el e-mail que contenía las únicas frases por ti escritas que rezumaban, por fin, el resuello de la verdad.
Te mudaste a París con motivo de tu beca Erasmus, te marchaste con el comienzo del curso, con poco equipaje, con muchas ganas de cambiar de aires. A mí, por el contrario, todo eso era lo que menos gracia me hacía: aquel viaje, París, perderte de vista durante nueve meses, un tiempo perfecto que me sacaría del terreno de juego sin vacilaciones. Te mudaste a París, así de sencillo, como quien respira, lo cual configuraba un panorama de lo más rancio, no podía verlo de manera distinta, no podía.
Me metí en los primeros días con los grandes: Hemingway, Bolaño, Svevo, Sebald, Perec, Kafka, Nabokov... Volví a ver cine, a consumir imágenes de forma incomprensible recordando al entrañable Franz. Tal vez por este increíble sujeto dejé luego de ver cine, y me tronchaba de risa pensando en los autores y/o juntadores de letras que se basaban en dos o tres tópicos para hacer el mayor de los ridículos simulando ser muy duros, divertidos y auténticos con su impostado estilo, una campaña de marketing que se cargaba de un plumazo a Shakespeare o Tirso de Molina. Busqué ese estado de bella desdicha que tanto menciona Vila-Matas, cimenté un camino sin embargo lleno de palos de ciego, sin enterarme para nada de lo que creía traerme entre manos. Así era yo, el espejo del centro de las críticas, cuánta ironía y sarcasmo y de qué poco me sirvió.
“Te pondrás bien” eran las únicas palabras que se salvaban del paseo por puntillas que en realidad eran tus respuestas. Me aferré tanto al destello, a la electricidad de la chispa, a aquello que surgió en la mesa de un bar de barrio en las tardes de un verano que se rendía, a lo único que maduré como posible, la correlación de energías y de símbolos, una simbiosis sagrada que se filtraba entre tus anécdotas de piso compartido, como cuando unos italianos te indicaron que para cocer pasta era un pecado verter aceite en el agua, aunque fuera muy poco. Me río ahora de tanta gilipollez, para qué te voy a decir otra cosa.
Me aseguraste entusiasmada que era un amigo, que yo sí que era un amigo de los de verdad. Me dijiste todo eso por e-mail, en un mensaje cuyo archivo adjunto era una fotografía, la de tu novio Pierre, al cual salías mezclada abrazada y sonriente, el e-mail que contenía las únicas frases por ti escritas que rezumaban, por fin, el resuello de la verdad.
3 Comments:
me gusta el resuello de la verdad. Y la bella desdicha.
besos
if
Nunca nos quedará París.
¡Buen apunte!
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