24 abril 2010

Hazte camarera



Quiso tal vez recoger el cadáver, me sujetó la cara y me dio dos besos confundidos con espinas.

Quién podría sospechar que pasados siete días, subiendo por el Postigo Bajo, un turismo propiciara el choque.
Dos miradas entre cristales: aquí, transparentes, miopes. Allí, ennegrecidas y escudadas contra el sol.

Ni idea sería la expresión a esgrimir en la trinchera que seccionaba los siete días, la mirada mayúscula, unidad cruzada en punto intermedio, el meteorito alcohólico que gestionó el movimiento de iris y pestañas entrecerradas.
Todo el tiempo que de una vez había servido para algo en aquel tiempo despilfarrado.

Siseo de flequillo, rostro trasquilado, camisa parda.
Agnosticismo como castillo de naipes. Piezas de dominó.
Luz costabravista entre los ojos, hazte por dios camarera, ponme la última en el Bola Ocho (por variar).

Con todo la distancia, una disculpa sobresaliente, el terror.
La payasada.

Ahora cómo será el camino que me conduzca directo a tu ciudad, siempre y cuando me dé permiso lo irrealizable, el bloqueo de frenos, la patria insolvente.
El apremio del sueño junto a los naufragios, los balances perjudiciales, el conducto de las cenizas, la inercia de la desesperanza.

Ya sólo me pregunto si vendrá el telegrama futuro de la visita, de la losa que entonces se tornará cenicienta e irreversible.