Air Madrid
No me sorprende lo más mínimo este final, hay cosas que se ven venir, ya puede uno aplicar capas de maquillaje o intentarlo, porque todo saltará bajo las narices como si explotara algo muy frágil y peligroso, omitida por lo demás toda sintomatología previa.
Mi vuelo despegaría a media mañana. Me fui temprano al aeropuerto con la idea de evitar el ajetreo del tiempo encorsetado y me resultó fácil conseguirlo. Con tres horas y media de anticipación esbozaba sin complejos un semblante de ganador.
Tomé café a precio de lujo, leí la prensa, di largos paseos por la terminal, facturé sobrado y retiré igualmente la tarjeta de embarque guiñándole el ojo a la empleada de Air Madrid. Asimismo pasé el control de seguridad y me senté ante la puerta correspondiente.
Al poco, me fue imposible evitar mandarle un penoso sms a mi prometida, una mujer que bien creo que me la pegaba con otro y que pasaba olímpicamente de mí, pero que yo adoraba: La imagen fotográfica del panel informativo ante mi puerta de embarque encabezaba mi irónico, cómplice y tierno texto, mi enésima declaración de amor entre líneas. Su respuesta llegó inmutable, imperturbable, a mi entender incluso dura, gélida. Si no recuerdo mal creo que me sirvió.
Luego, sin tiempo para pensar nada más, comenzamos a embarcar.
Vinieron a hombros los problemas. Demasiadas vueltas y virajes por el recinto aeroportuario dio el minibús, con en cambio ningún destino coherente a la vista que nos sugiriera un despegue. Arreciaron los malos humos. Las protestas, que era de ley que aparecieran, no tardaron en llegar. Hasta pasado un buen rato en aquel infierno de frío y silencio no paramos junto a una aeronave de color blanco.
A los pies de la misma, repartidos por el asfalto, se alineaban todos nuestros equipajes, y a mí además se me acercó un hombre con mi perro atado con una correa, fuera del transportín (sic), que me entregó sin hablar. Nos vimos forzados a introducir nosotros mismos las maletas en el avión: “El perro no”, me dijeron: “El perro debe viajar en la cabina sobre su regazo, caballero”. Todo un pastor alemán con sobrepeso era mi perro, 11 horas y 20 minutos el tiempo estimado de viaje.
Distribuí mi equipaje por la parte central de la bodega sujetando la correa de mi mascota con los dientes. Dos tipos malencarados protestaban por mi decisión de esparcir al máximo mis objetos, denotando con esta acción un malintencionado proceder. Pero, cuando quise subir por la escalera delantera del avión, me percaté de que no tenía conmigo la tarjeta de embarque. Me introduje de nuevo en la bodega para comunicárselo a los dos hombres, y éstos sonrieron con perfidia. “Dentro de una chaqueta roja, ahí la tenía”, dije. Busqué y ellos hicieron como que buscaban. Miré para mi manga derecha y era de color rojo: tenía la chaqueta puesta y la tarjeta de embarque se refugiaba en mi bolsillo interior. Me escurrí hacia fuera y hacia la escalera que comunicaba con la cabina de la nave.
Antes de que pudiera tocar el primer peldaño, un brazo me detuvo violento. Un empleado de seguridad, con dos perros pequeños sujetos con correas, me obstaculizaba: “Tienen que volver al minibús que les llevará a su avión”, dijo. “¡Cómo!, si el avión ya está aquí”. “Háganme caso”, respondió cortante.
Amagamos con la desobediencia. Pasaron deprisa las horas. Se instaló el cansancio y la indignación en los cuerpos (no en las almas). Clamamos por nuestros derechos (“cuáles”, nos preguntábamos a la vez). Murmurábamos y callábamos.
Por fin el de seguridad, cuyos perros habían intentado sodomizar al mío, se acercó con el escueto comunicado oficial: “Pueden marcharse todos a sus casas, la compañía acaba de irse a tomar por culo”.
Un hombre que mostraba la placa con su nombre y apellidos bajo el título Asesor de viajes me sopló al oído: “Te lo dije, te dije que nunca eligieras Air Madrid”. Para colmo, agregó en el mismo tono de listillo: “Por cierto, tu novia te acaba de dejar por otro tipo. Y el tipo soy yo”.
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