26 junio 2008

Grégoire Simpson (3)

Más tarde empezó a quedarse en casa, perdiendo poco a poco toda conciencia de tiempo. Un día se le paró el despertador a las cinco y cuarto y omitió darle cuerda: su bombilla ardía a veces toda la noche; a veces transcurría un día, dos, tres, y hasta una semana entera, sin que saliera de su cuarto como no fuese para ir al wáter al final del pasillo. A veces salía hacia las diez de la noche y regresaba a la mañana siguiente, inalterable, sin acusar en absoluto la falta de descanso; iba a ver películas a cines cochambrosos de los grandes bulevares que apestaban a desinfectante; vagabundeaba por los cafés abiertos toda las noche, pasando horas en los billares eléctricos o siguiendo con mirada torva por encima de un café percolador a juerguistas achispados, borrachos tristes, carniceros obesos, marinos y prostitutas.
En los últimos seis meses no volvió a salir prácticamente de su cuarto. De vez en cuando se asomaba por la panadería de la calle Léon-Just (que en aquellos tiempos casi todo el mundo llamaba aún calle Roussel); dejaba en la placa de vidrio del mostrador una moneda de veinte céntimos y si la panadera levantaba hacia él una mirada interrogativa -cosa que al principio ocurrió algunas veces-, se contentaba con mover la cabeza, señalando las barras de pan colocadas en sus canastas de mimbre mientras con la mano izquierda hacía una especie de movimiento de tijera que significaba que sólo quería media.
No dirigía la palabra a nadie y cuando le hablaban respondía con una especie de gruñido sordo que quitaba las ganas de entablar cualquier conversación. De vez en cuando abría un poco la puerta de su cuarto para ver si había alguien en la pica del agua del rellano antes de salir a llenar el barreño de plástico rosa.

Georges Perec, La vida instrucciones de uso