El lenguaje del silencio (y V)
A veces pienso que uno tira de otro, aunque sea baladí, aunque sea, sobre todo, amargo. A veces vuelve ese espanto que se llama tristeza, vuelve el cielo de desdichas que se derrumba una vez golpeada la piñata. A veces me encuentro tan bien con la melancolía colgando de los hombros que me dejo mecer, porque es ella la que de veras maneja. A veces me siento con un libro y un cigarrillo entre los dedos, hago todo aquello que jamás aprendí. A veces creo que cierto dejarse llevar por la mímesis puede ser la salida de emergencia, que existir con la frente en la pantomima ha resultado un espléndido hallazgo. A veces Alejandra que se abraza, a veces que hace cosas por la cocina, que saca de paseo al perro en algún que otro domingo de lluvia. A veces que Alejandra me escribe en la pizarra, me enseña la lección, el método y las consecuencias del verbo vivir.
A veces me sentí fatal por el traidor desenlace con que obsequiaba a mi familia, y pensaba más de lo corriente en mi mujer cuando cerraba suavemente la puerta de la habitación y me arrastraba por la rampa. Varias noches salía con Alejandra a algún bar del pueblo en actitud vacacional. Las más de las noches las pasábamos en su habitación, sus amigas emanaban generosidad o un toque solidario -hoy por ti, mañana por mí- que tal vez les allanara el mapa de laberintos futuros.
Pronto descubrí que lo mejor de Alejandra no estaba entre las sábanas ni acariciándole el pelo en el jacuzzi, ni besándola en la frente, pasadas las horas, con ganas de cenar pero sin comer nada en su habitación. Supe comprender que todas esas cosas serían imprescindibles aunque sin embargo, el contraste entre el silencio y sus palabras, desplegaba raíces inusitadas expandiéndose.
En una de las últimas tardes del final de aquel verano me remojaba en la piscina del hotel, sin perder de vista la barrera montañosa a la que apreciaba ya como un hito en mi biografía. Era como tener delante, al lado y detrás a Alejandra. Mi hijo jugaba al borde de la piscina con mi madre aquella tarde, María seguía tumbada bajo una sombrilla, mi padre dormitando en otra hamaca.
De forma que la aparición de la abeja podía representar una pincelada más, de no ser por su tamaño de buitre leonado. El zumbido de un avión militar los echó al suelo, la psicodelia tomó el poder del resort, hundiendo un día que prometía besos enlatados. Una estampida generalizada fue la reacción natural. Mis ojos en pleno ataque de ansiedad perseguieron a Alejandra, a quien no había visto muy lejos de mí hacía unos minutos. Grité su nombre para que se lanzara al agua; mi familia, como un ejército espeluznante, se giró hacia el lugar de donde provenía la voz, mi voz. Ya se erguía de pie mi padre con una soga entre las manos y se aproximó, atemporal, a la abeja. Alejandra se agarró de mi brazo bajo el agua mirando hacia mi padre. Fue lo último que contemplamos antes de sumergirnos y acariciar el fondo con la punta de los dedos.
2 Comments:
Gracias.Un beso
Gracias a ti
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