Dar (v.2)
Fuiste liberado en cuanto se cerró la puerta del autobús. Además no podía ocurrir de otra manera.
Te preguntaron primero que por qué te ibas.
“Quiero desaparecer”, contestaste.
“¿Desaparecer?”.
Se cerró la puerta del autobús y desapareciste.
Arrancó el autobús, tomó la salida de la ciudad, y desapareciste.
La música de Lou Reed te hizo más llevadero el viaje.
Con todo, tuviste que presenciar cómo tu compañera de asiento, una señora sexagenaria, se santiguaba al iniciar el coche su marcha.
Pensaste en Dios, tú que dijiste que tenías mucho que hacer y mucho que pensar.
Pensaste. Eso que no se hacía demasiado en tu ciudad.
Pensaste pocos minutos, es cierto.
Aunque no te conseguiste dormir, conseguiste dejar de pensar.
El cementerio era un lugar desapacible cuando lo visitaste a la mañana siguiente. Los cementerios son sitios así. De todos modos tú no percibías desasosiego ni malestar.
Un cementerio bajo tus pies, ni más ni menos.
Tú eras el cementerio en realidad. Y, puesto que lo sabías, te retrasaste más tiempo del que cualquiera hubiese empleado en pasear por aquellas avenidas de mármol.
Incluso para escudriñar la línea marina del horizonte, para discernir entre la tapia blanca y el azul verdoso del mar. Disparaste.
El mercado era bullicioso. Parecía un espacio puramente oriental.
Te diste prisa con tus compras, sin regatear demasiado por la desproporción entre la calidad de la fruta que compraste y el precio que pagaste por ella.
Caminaste por el paseo marítimo para llegar hasta el faro, que se avistaba un puñado de kilómetros más adelante.
Una vez frente al faro miraste hacia la piedra milenaria, miraste hacia la costa, hacia el mar y hacia la rosa de los vientos en el rompiente.
Te sentiste perdido mientras, entre flores amarillas, te recostabas para comer la fruta.
La noche te sorprendió en un bar antiguo bebiendo vino blanco, malo y a la vez poderoso en graduación alcohólica.
Te emborrachaste. Mucho.
Lloraste a escondidas con poco disimulo (dicho sea de paso).
Saliste hacia el puerto a mirar las barcas, a mirar la fortaleza, a llorar ante la incomprensión que te producían hasta los hechos más nimios y ordinarios.
Te habías sentado en un banco cuando te atacó el sueño.
Una dura resaca envolvió tu amanecer. Te costó lo tuyo ponerte en movimiento.
Después, los paseos por el parque y el mausoleo de los héroes locales no lograron sacarte de tu perplejidad.
Almorzaste en aquel restaurante italiano que regentaba un cubano que te dio conversación, menú del día y te invitó a café.
Luego subiste a un taxi. Le indicaste al taxista: “a la estación”.
Sacaste un billete para otra ciudad. Desapareciste.
2 Comments:
Es exactamente esto lo q echaba de menos: leerte. A borbotones.Desde todos los lados del espejo.Atrapada al fondo del lago,secuestrada en una tela de araña. Gracias por tanta fuerza.
Besos
eva
Lo mismo digo pero sin los besos,tal vez abrazos.
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