17 octubre 2008

Dar

“¿Por qué te vas?”, me dijeron.
“Tengo mucho que hacer y tengo mucho que pensar, algo que, por otra parte, está claro que no se hace mucho por aquí.”
“¿Pensar?”.
Y se cerraron las puertas del autobús.
Busqué mi asiento, me acomodé y me puse a escuchar a Lou Reed.

Salimos de la ciudad con mi cuerpo parapetado detrás de una fila de asientos. La señora que tenía al lado se santiguó cuando el coche se puso en marcha. Qué bien me vendría a mí, señora, una buena ingesta de fe.
La música de Lou Reed amortiguaba los baches y suavizaba las curvas. Pese a todo, muy pronto se me empezaron a dormir los brazos y las piernas, incluso el culo.
Demonio de autobús.

Visité el cementerio la mañana siguiente. Hileras de tumbas con distintas tonalidades recibían la generosa luz solar. Paseé por esa especie de calles entre panteones y nichos y sepulturas, la mayoría ajados por el paso del tiempo. Me situé en un punto alto para estatuir la diferencia entre la línea del muro y la línea del horizonte marino. Disparé.
Luego me fui y enseguida caminé, caminé mucho rato.

Un día después di una vuelta por el mercado, donde compré fruta. Salí y avancé por el paseo marítimo paralelo al tranvía. El faro quedaba muy lejos y su silueta parecía inalterable en tamaño aun habiendo recorrido un buen trecho del camino.
La formidable rosa de los vientos parecía mecerse junto a las rocas en las que se estrellaba el mar. La torre se erigía un tanto achatada cuando se observaba desde su pie.
Descendí por el terraplén y me senté a comer fruta entre las flores amarillas.

Por la noche bebí largo rato en un bar cercano al hostal. Bebí vino blanco, un vino bastante malo. Escuché las conversaciones y no las escuché, hacía todo eso a intervalos.
Cuando estaba un tanto borracho decidí callejear sin rumbo. Por otra parte no había hecho otra cosa desde que empezó el viaje.
A eso de las doce me aproximé al puerto, me quedé contemplando las pequeñas embarcaciones y admiré la fortaleza, una antigua prisión hoy reconvertida en museo.

Me desperté con la espalda destrozada por la dura madera del banco.
Visité el parque más famoso de la ciudad.
Visité el plomizo mausoleo de los héroes locales.
Comí en un restaurante italiano que regentaba un cubano.
Comí el menú del día, comida a años luz de la típica comida italiana.

Tomé café.
Me monté en un taxi camino de la estación, rumbo a otra ciudad.