Sr. Ramírez y familia
Lo que efectivamente hablé con el Sr. Ramírez en la tarde de ayer fue acerca del asunto aquel de las ratas, la plaga casi bíblica que azotaba a nuestro vecindario. El Sr. Ramírez estaba próximo a su ventana mientras peroraba, las cortinas se balanceaban con ligereza y él ordeñaba notables volutas de su maravilloso puro habano junto al cristal. Aunque fumaba, tenía la presteza y la habilidad de no quebrar el hilo de su charla, eternizado soliloquio que distinguía las palabras del humo pulcramente. Me entraron ganas de decir algo; si bien no era capaz de transmitir mi mensaje con mis expresiones no verbalizadas, de alguna manera tenía que explicar yo que me importaba un rábano toda su historia de roedores destructivos, animales con una extraordinaria capacidad para reproducirse y transmisores de las más variadas enfermedades, pues creo que no hacíamos más que redundar en el tópico y en los conceptos que dominaban los niños de siete -o tal vez menos- años.
Mi gesto fue variando de poco en poco: cansancio, desinterés, hartazgo, etc. De esta guisa me comportaba con tal de llamar su atención y dejar bien claro el fastidio que me producía el estar sentado frente a él, en esa habitación donde abundaban la caoba y los objetos desfasados. Mas no sirvió de mucho mi actuar peliculero, ya que, al fin y al cabo, me ganaba la vida con cosas bien distintas a las artes escénicas. Eso no quita que me hubiera sido más productivo que me contaran el cuento del Flautista de Hamelin otra vez que soportar al Sr. Ramírez y su plasta de monólogo.
Se abrió entonces la puerta y apareció una muchacha de unos diecinueve o veinte años, ataviada con unos atuendos por completo anacrónicos y le hizo una señal al orador y vecino Ramírez. Éste se fue detrás de ella casi dando un salto y cerraron con urgencia la puerta del cuarto contiguo. Al parecer no iba a ser hoy el día para terminar con la plaga de las ratas a juzgar por los ruidos que atravesaban la pared. Me quedé un rato más sentado en señal de buena educación, aunque sin reprimirme en cotillear en la biblioteca de Ramírez, guardándome en el maletín un estupendo ejemplar, sin ningún signo de haber sido nunca abierto, de En busca del tiempo perdido.
Mientras me disponía a atravesar el umbral de la estancia y de la casa, se asomó el hijo pequeño del Sr. Ramírez por el quicio de la puerta. Su cara era como un hociquito blanquecino, grisáceo, puntiagudo como el de las ratas, y su chillido penetrante y filoso como la encarnación del espanto.
2 Comments:
En sueños las raras ratas cantarán iiiii iiiii iiiii
Cantan en "la realidad". Demasiado
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