19 octubre 2008

Telaraña

Había una telaraña y había una fronda oscura si mirabas a su través. Había un túnel y había un camino, todo era negro. Desmentía este hecho la habitual transparencia de la tela de araña. Porque si mirabas a su través no alcanzabas realidad distinta a lo opaco y, si avanzabas, caías en la emboscada del túnel y del camino.
Había también un bosque, había un lago, había un río, una montaña. Había un rugido de guerra al acercarse. Había una solidez insoportable y un hombre que decía leer el periódico sentado en un banco.
Me gustaba imaginar que me adentraría, me embotaría en los cantos de sirena perfectos, disputaría un rincón con la araña.
Había una vez, existió una vez. Introducirse en el laberinto, el pasadizo que constituía el cebo de la araña.

Ingresé en el laberinto convencido de alcanzar sus confines más remotos. Entré con un palo impregnado por veneno en su punta y un casco de minero. Me introduje en el agujero vibrando, temblando. Transité intercalado con la hojarasca, digno héroe con la misión de poner ciertos puntos sobre determinadas íes.
Pronto me di de bruces, bajo la única farola allí existente, con el hombre que decía leer el periódico, aunque me explicó que lo que más le gustaba, donde empleaba más jornadas, era en resolver los pasatiempos. Me comentó que tenían truco y que por desgracia ese factor le restaba el matiz placentero a eso de los pasatiempos, y que quizás tuviera que dedicarse más adelante en elaborar los acertijos, sopas de letras, crucigramas y jeroglíficos, siempre que le respetaran sus principios de dificultad mínima exigible, es decir, que hasta a él mismo le fueran prácticamente irresolubles.
Levanté el casco a modo de despedida y proseguí con mi peregrinaje, dejando al hombre en su banco y con su periódico y con su farola.

Sorteé diversos obstáculos, vadeé el río, ascendí una montaña y me hallé ante una especie de nave gigante que no era otra cosa que una sala de fiestas, con su piso pegajoso, colillas, cristales, bebida y chicas generosas. Puede que la bebida fuera de garrafa, que las chicas mintieran más que todos los mentirosos del mundo unidos, que me cortara en un pie al pisar el vidrio roto y esparcido por el suelo. Bebí, amé, bailé, estrellé vasos contra el suelo, me desinhibí tanto que a punto estuve de dejar olvidado el palo venenoso y el casco de minero en la discoteca. Finalmente me marché de allí con una buena cogorza y la ropa apestando a tabaco y el aliento apestando a alcohol, yendo a parar sobre un lecho vegetal y mullido que me arropó a su manera y finiquitó el cansancio acumulado entre esfuerzos y emociones.

Había un lago, había un puente inestable con una araña monstruosa esperando al final. Había un tipo decidido, un palo envenenado, un casco de minero que le concediera la luz en aquella oscuridad.
Había una vez, después de vividas las aventuras que aquí relato, que crucé el puente y me encaré con la araña y le di muerte con el palo envenenado.
Había una vez que me di la vuelta para desandar el camino, que no encontré indicadores ni señales de ninguna naturaleza a mis espaldas -como es lógico-, y que tuve que detenerme.
Había una vez. Después, jamás encontré la salida.

1 Comments:

At 16:05, Blogger David Suárez Suarón said...

Kafkiano pero pobre araña. Ahora atrapado en el tiempo quizá el hombre del perióico te asesine jejej

 

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