10 enero 2009

Máximo Fernández

Máximo sostiene un cigarrillo entre los dedos, observa a través de la ventana. Acaba de hacer el amor con Julia y se siente como un pedazo de mierda. La cabeza no hace más que darle vueltas, echa una mirada a su interior y se ve como la persona más iletrada del universo, no sabe cómo saldrá de ésta. A veces cree estar en un sueño o en una película, que no hay nada de verdad en todo lo que le sucede en su vida. Está atenazado por la angustia, los nervios siempre de punta. Al menos parece que hoy esto nos ha llevado a alguna parte -se dice para reconfortarse-, aunque sabedor de que la realidad es todo lo contrario a ese pensamiento. Recuerda toda su historia con Julia, un noviazgo inverosímil, después citas dolorosas intercaladas con dolores de mayor o menor grado, la puñalada de conocer que ella había empezado a salir con un tipo, aquél que conducía agresivamente un coche deportivo negro.
Máximo y Julia pasaban por inefables escenas arrasando los escenarios después, al terminar: ya fuera un cine, una cafetería, una plaza, un parque o la casa de ella, sólo restaban al final piezas rotas, espacios vacíos y privados de un orden. Luego transcurrían días, semanas, estaciones, pero se negaban de alguna manera a dar por clausurado todo aquello.
Máximo evoca frente a la ventana una de los actos más demostrativos, cuando en una fría tarde de enero Julia insistió en hacerle una fotografía. Era una de esas esporádicas ocasiones en que se veían, más por ilusionada e inocente proposición de ella que por iniciativa de Máximo, que había acudido a la cita visiblemente nervioso, con una sensación de inutilidad consigo que apenas le facilitaba el paso: un costoso y pesado caminar, casi de autómata, le condujo al piso de Julia, convencido de que aquel hermoso vínculo que atisbara en una ocasión se había destruido sin remedio, de forma definitiva. El sol se había puesto minutos antes y la noche se desplegaba de manera uniforme sobre las farolas y el neón cuando entró en el portal y enfiló el camino hacia el ascensor. Máximo no entendía el motivo de aquellos encuentros -se decía entonces, siempre se repetía lo mismo al acudir a sus citas-, sabía que ella estaba con otra persona (el del deportivo negro, un tipo, digamos, más dinámico) y, entretanto, en aquel periodo de tiempo tras la tácita ruptura, él continuaba con su blando y terrible descenso, la caída en picado al pozo doloroso de la nada, una sensación que se asemejaba cada vez más a un perturbador estado natural.
Máximo se resistió en un primer momento, de manera penosa, a que Julia le tomara la fotografía, su ánimo de espectro taciturno no estaba para demasiadas celebraciones, aunque al final accedió con un gesto impreciso y sin saber muy bien por qué.
Las conversaciones que mantenían eran forzosamente banales, rozando la estupidez, sobre todo para Máximo, que actuaba con un premeditado desdén, sin controlar en ocasiones las posibles consecuencias que su actitud podía provocar en Julia, es decir, desenmascarando sin complejos al gran egoísta que habitaba en su interior.
-A veces me parece que en realidad no te importa nada -le reprochó Julia.
A veces yo también tengo la sensación de que no me importa nada -pensó Máximo-, que ni siquiera tú me importas, y eso es lo más jodido, la mayor de las desazones, el triunfo sublime de la mayor de las derrotas.
Pero a ella no le dijo nada.
-No avanzamos, Max -le dijo Julia con tristeza-. No te entiendo. Por mucho que lo intente no puedo entenderte.
La cosa no dio para mucho más aquella tarde, sólo que para Máximo continuaron abriéndosele por dentro innumerables fisuras que amenazaban con quebrarle en mil pedazos si no ponía fin de inmediato a todo esto. Su peregrinar por el mundo de lo consciente le transportaba a una especie de plano aparte de la mayoría, de los otros, le rompía la impuesta escala de valores y le mostraba a los ojos de los demás como un ser frío y carente de sentimientos, asqueado y que renuncia, en su náusea, a todo. Sentirse como sin vida, percibir que nada era como siempre habían querido hacerle ver, todo esto contribuía a colorear el ambiente con unos matices tan extraños, tan ridículamente irreales, que la mencionada escala de valores no podía más que tropezar, tambalearse y desmoronarse finalmente como una sincera y grotesca carcajada. Descreer y apartarse ya de todo sería el resumen idóneo para sus sensaciones.
Esto debería haber supuesto el colmo para Máximo, aun así sus citas con Julia continuaron; citas indescriptibles objetivamente pero muy diáfanas para su interior, para el núcleo de su pesadilla, como esta tarde.
Esta tarde ha sido una más. No, no podía ser una más: Máximo está agrietado. Se quedaría a pasar la noche con Julia, cenarían y finalmente se lo diría, le diría que era imposible verse más, que ya no lo aguantaba, que le estaba destruyendo y que por muy difícil que pudiera parecer al principio, lo superarían con seguridad.
Máximo y Julia cenan en silencio, se vuelven a acostar.
En seguida amanece de forma sombría, es la hora de despedirse, el momento en el cual Máximo pondrá el punto y final. Se demora unos instantes antes de incorporarse, da dos o tres vueltas, se levanta de la cama y le dice estas palabras a Julia en voz baja:
-Te llamo en unos días.

5 Comments:

At 00:22, Blogger encarnisabina said...

A veces es muy difícil decir adiós.
Precioso...

Un beso

 
At 21:03, Blogger Guaje Merucu said...

Gracias. Eso es lo que se cuenta más o menos :-)

 
At 08:57, Blogger David Suárez Suarón said...

Y hasta que todo cese definitivamente???:) Saludos.

 
At 09:00, Anonymous Anónimo said...

Inercia.
Fantástico.
Dr.Jekyll, Mr.Hyde de Fran Nixon.
Muy bueno.
Un abrazo
eva

 
At 14:25, Blogger Guaje Merucu said...

¿Es una canción? No la conozco

 

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