04 enero 2007

Barrido

Un roce modulado en la piedra, y ese sonido característico. El hombre, de unos treinta y cinco años, ejecuta el movimiento de una manera más tácita que reconcentrada. Se absorbe en pos de atrapar con la vista toda la plaza con un solo arranque, el de las energías ya vaciadas y las metas austeras. Lo que contempla tras cuatro intentonas es un cuadrado que se estira proyectando y rememorando rectángulos defectuosos. En el centro, no geométrico mas centro al fin y al cabo, una farola emerge y sustenta la pila de cuatro fuentes pequeñas en cada costado; el agua no es potable. La plaza está prácticamente cerrada, su flanco este es el más desnudo. Cinco casonas y dos edificios oficiales vertebran y distribuyen los espacios. La vida la aportan los niños, los balones, los transeúntes atosigados, los ancianos con su cháchara y su callar inquieto, los hombres que, no tan mayores, están faltos de ocupación o motivación; de estos últimos se diría que mantienen sitiada la plaza.
El hombre no es partidario de iniciar un catálogo descriptivo de lo que le rodea, su misión es otra bien distinta, barrer la suciedad del suelo. Tampoco estaría a priori en disposición para el avispero meditativo, el laberinto de las complicaciones del cavilar, al menos no porque vaya incluido en su salario; si cultiva el pensamiento es por voluntad propia (que conste).
Se echa pues a la espalda algún que otro pesar, sus ganas por encontrarse al borde de aquella plaza tan distinta a ésta, más al sur, junto a la ermita. A los pies está la ciudad y, a lo lejos, la fortaleza y los palacios saludan hermosos con su iluminación de tardes que caen y desaparecen sin perturbar. Sentada lateralmente a su lado, frente a él como en tantas ocasiones, estaría su mujer, la persona que le había desgarrado el alma cerrando una maleta y una puerta y arrojándole una mirada de soslayo. Necesitaba ceñir su risa reconfortante, su palabra y silencio adecuados, siempre adecuados. Igual de perfecta era su retentiva, esa manera celestial de imbuirse, empaparse con hasta el más mínimo detalle de sus pasiones y recitárselo por sorpresa: la filmografía de algún rarísimo director oriental, los más extravagantes apuntes bibliográficos de Chet Baker o de Borges -por ejemplo-, o los títulos de los capítulos en que Sábato dividió su obra Sobre héroes y tumbas. Y lo mejor es que ella se lo recitaba todo al oído. Quizás fuera lo que más apreciaba: que lo dijera dulce al oído, y aquello sí que no tenía precio, y ahora se daba cuenta.

Terapia musical
La canción “Sometines”, My Bloody Valentine, loveless.

1 Comments:

At 19:28, Blogger David Suárez Suarón said...

tras la pluma se esconde

 

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