28 diciembre 2006

Tiempo de despedidas si ha lugar: La Habitación

Me introduje en la casa como embadurnado en unto, con un sigilo abrumador. Al llegar junto a la puerta de mi habitación noté que algo raro pasaba: un sonido de muelles y de voces grisáceas me paralizaron hasta el dedo meñique del pie derecho. Retrocedí sin darme la vuelta, caminando marcha atrás. Unos metros después tropecé con la casera, que me señalaba con cara de desaprobación y su índice tieso en dirección a la terraza. Me fui hacia allí, me ubiqué en el exterior a una temperatura de menos demasiados grados. Adopté la postura del que se cree inteligente callando y otorgando. Lo mismo me había ocurrido por la tarde al tratar de meter la llave en la cerradura de la oficina: Esa llave no servía para esa cerradura: O había alguien cambiado la llave, o había alguien cambiado la cerradura. Dejé pasar el resto del tiempo, hasta completar todo mi horario laboral, en la plaza contigua, vigilando las jugadas más interesantes del campeonato de mus. Para el contratiempo de la casa me había adjudicado la táctica de emplear las horas nocturnas en fumar marihuana y envolverme, por aquello del frío, en las cortinas de raso brillante que protegían el ventanal. Para la adversidad en el trabajo, si no fallecía por congelación o trágicamente achicharrado, aún no albergaba solución alguna. Aunque era totalmente seguro que algo se me ocurriría. Para lo que sin embargo veía peor remedio era frente al deplorable comportamiento con que me había obsequiado la persona que tenía por mejor amigo: tras interrumpir nuestra charla telefónica (él adujo que se cortaba el teléfono), desoyó mis posteriores intentos durante días haciéndome ver, bien a las claras, que no sólo una sino muchas, eran las personas que veían en mí a un auténtico hijo de puta.