Pintar de gris
“Te he coloreado el calendario”, me dijo poniéndose en pie. “Mejor así, hacen falta colores, hay que ponerle color a la vida”, contesté yo para arrepentirme como un relámpago, porque de gris había coloreado ella mi calendario.
Los matices de gris, de los que se habla hasta la saciedad, a mí de bien poco me sirven, no quiero el gris para nada, ni con ni sin matiz.
Prefiero hurgar con la frente en las raíces, eso escribí hace más de diez años, y en ese grupo trato de alinearme, y voy camino del chiste, dicho sea de paso.
Desde luego, hacerse tantas veces las mismas preguntas no le haría sospechar a nadie que se enfrenta a un tipo inteligente.
Yo viajaba el otro día en barco y miré el reflejo en el mar del hombre que tenía delante, y puedo jurar que no era la misma persona, y a su vez puedo insistir hasta la blasfemia que el que iba detrás de mí tampoco, ya que de él contemplé también su transmutación imposible en el espejo rugoso del mar.
Todo, después de mirar mis manos reflejadas, y saber que no eran, que eso no era mío.
Yo escuché sobrevolarme un avión y lo capté en el momento del despegue, y hubiera preferido que ese avión me llevara junto a los otros a Madrid, que me sacara del agujero cenagoso.
Pero ese avión lo perdí.
Yo supe violentamente que tu ritmo insomne de respiración acabaría trayéndome un disgusto, que tú, ella, anhelaría una vida mejor, no ese descomunal barril de pintura gris al que darle matices y quedarse tan anchos.
Guardado además en el trastero.
Así que “te he coloreado el calendario”, me dijo, y yo lloré sobre los números que como nieve recién pisada se vistieron de gris, y mi llanto salado de agua indiferente no sirvió ni para darle un mísero matiz a nuestro cuadro recién estrenado.
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