29 septiembre 2006

Moscú y mis más de 500 noches (I)

Banda sonora: “19 días y 500 noches” de Joaquín Sabina

Mi regreso a Moscú no fue el del final de aquel cuento de hadas. Tampoco se podría mantener que mis últimos tiempos, tantos tiempos seguidos, sean ejemplos de gloria y triunfo. No apesto a triunfo precisamente. Quizás desprenda cierto tufillo a algo pero no es a gloria ni a triunfo, es a materia putrefacta, al hedor de algo que se pudre. No sabría explicarme mejor, no es lo mío eso de explicarme y hacerme entender. Me distingo por esparcir a mi paso un rastro de perplejidad, un perenne ‘no hay quien te entienda’. Cada uno es como es. Echemos mano del conformismo, no nos hundamos.
Así que no me queda salida, debo admitir mi calamitoso estado, un estado al que fui confinado despiadadamente tras su marcha. En el mismo instante del ronco portazo y de ser abandonado ya era el magnate de la ruina, el exquisito alguacil de todas las cenizas. Y emprendí un majadero peregrinar por los lugares en que me había embriagado el augurio de un próspero destino. Junto a ella. Pero ella no estaba.
¿Qué significado tenían ahora los polvorientos caminos de las afueras de Kiev (Ucrania) si ella no estaba? La infinitud de la población de ocas, patos y gallinas, los absueltos de la gripe aviar ya no me divertían, no experimentaba sensación alguna observando sus andares bobalicones y torpes, su ausencia de mecanismos de autoprotección ante los peligros del tráfico de turismos, camiones y furgonetas. Al fin y al cabo sólo eran pájaros que ni siquiera volaban.
Luego está mi intento por navegar en la placidez de los recuerdos e imágenes idílicas de la ciudad de Moscú (Federación Rusa). En aquellos días felices, cuando visitábamos la Plaza Roja, nos fotografiábamos eternos, comíamos helados ante termómetros en negativo, se nos escarchaban las cejas y los bigotes, y a mí además las patillas. Qué tontos al contemplar boquiabiertos la monumentalidad del metro moscovita o al coquetear con el neologismo valiéndonos del alfabeto cirílico. Cuánta imprudencia, durante las horas que huían, sentados y apoyados uno sobre el otro en el andén, con las piernas colgando, al tiempo que convoyes y convoyes hacían del tedio su oficio. Ni más ni menos esa especialidad que es ahora la mía, aunque la mía marche sin luces y sin locomotora.

Me consagré a la inmundicia con la dispersión por bandera. Me empecé a complicar la vida a través de noches cada vez más dilatadas, más descontroladas. Jornadas nocturnas en las que cada paso hacia delante suponía cientos hacia atrás, porque no crecía sino que menguaba, todo me parecía cada vez más diminuto, quería más y más. No obstante, desde fuera cualquiera diría que lo poseía todo: dinero, tiempo, eterna felicidad. Pero mis sonrisas eran máscaras coronadas, antifaces de copas, copitas, requetecopas; y speed, LSD, cocaína. De modo que por dentro -seamos sagaces- era como una trituradora fagocitándome.

2 Comments:

At 21:02, Blogger David Suárez Suarón said...

Nunca he sentido igual una derrota que cuando ella me dijo se acabó por eso yo Dostoyeski escucho a Sabina y me consumo en los bares mientras se acerca el inevitable crimen.

 
At 14:05, Blogger Guaje Merucu said...

...y el castigo...

 

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