30 noviembre 2006

Milán (y II)

Su piso estaba cerca, en un edificio estilizado y un tanto vetusto del centro milanés. Atravesamos la puerta de la vivienda y nos envolvió un ambiente cálido y seco, bastante agradable si tenemos en cuenta la temperatura exterior. Me despojé del abrigo tras un gesto de la anfitriona, enfilé el camino del baño, me senté durante unos segundos sobre la tapa del váter en actitud reflexiva, con la cara apoyada entre las manos. Después le solicité a la señora que me permitiese telefonear. Me dijo que al fondo del pasillo, en la habitación que se hallaba al final del mismo, encontraría acomodo y un teléfono. Se trataba de un aparato de época, obsoleto e inservible, para usos decorativos o ni siquiera eso. Pero entonces, el sonido de una cerradura chirrió a mis espaldas. Con un respingo coloqué mi mano sobre el pomo de la puerta sujetándolo con firmeza: cerrada. Me senté en el suelo reposando mi cuerpo contra la vieja madera de la puerta, cruzados los brazos, y aguardé.
No soy consciente del tiempo transcurrido, ya que me llegué a dormir. Sin embargo podría afirmarse que no fue demasiado pues aún era de noche, o tal vez sí fuera demasiado y hubiese pasado un día completo. Ahora es lo de menos, porque el resto del relato sucedió deprisa: golpearon repetidas veces la puerta con un puño o un objeto macizo, yo me separé de esa puerta y me puse en pie entre el estupor y la consternación, y me hice a un lado en cuanto fue abierta por completo esa puerta y la cruzaron tres mujeres (yo diría que menores de edad) que, sin darme tiempo a reaccionar, cerraron esa puerta de inmediato, no fuera que se escapara una molécula de oxígeno tras esa puerta: una de las chicas sonreía horriblemente y me mostraba embelesada fotografías antiguas de su infancia enmarcadas en materiales oxidados y de ínfima calidad, y subían por escaleras de caracol bien untadas de grasa las crujientes partículas temporales, léase décimas y segundos y minutos y horas que eran días y meses y años, los años en que se concibieron nuestros tres vástagos varones y en que la ayer bella manceba hoy se tambaleaba y agitaba ante mí, y me atravesaba los ojos como si la mirada se clavase dolorosa y me repetía ‘ti amo, ti amo, caro’ sin perderme en absoluto de vista, sosteniendo un manojo de llaves entre los dientes y por cierto nunca escatimando perdices en el menú. Y la cerradura putrefacta de esa puerta, con su bloqueo ideal, hacía infranqueable nuestro gabinete y, al tiempo que paralizaba mi voz marchita, se burlaba por entero de mi vida.

20 noviembre 2006

Milán (I)

Se podría describir como una experiencia un tanto desasosegante.
Llegamos una noche de marzo a la capital lombarda, buscamos donde alojarnos o…, no, creo que no, que primero nos dio por hacer un recorrido turístico por los puntos más emblemáticos de la ciudad. La noche se imponía desde las más tempranas horas de la tarde, aún no habíamos abandonado el invierno, aunque quedaba muy poco. Paseamos dando palos de ciego, desorientados por el contumaz itinerario que nos conducía ora al malecón y el perfume a sal, ora al coliseo desafiante que nos abrumaba desde su alta colina y cuya tétrica sombra se cernía como una amenaza. Tampoco obviamos el castillo, la inmensa y esbelta mole que recorrimos con todo lujo de detalles, antorcha en mano, con todo el grupo. Allí fue cuando ejecuté mi primer movimiento separatista, no con la idea de fundar un Estado ni nada parecido, sino para explorar a mi aire algún misterioso recoveco de este baluarte sobre el que había leído diferentes curiosidades en varias guías. De esa manera trepé por la escalerilla frágil de una de las torres, y luego accedí a la oscura cripta donde se custodiaba el metálico cáliz del que bebería un trago de buen vino tinto antes de reunirme de nuevo con los demás.
Finalmente el camino nos llevó por derroteros más prosaicos, nos guiaron con la idea de que saciáramos nuestros instintos más consumistas, lo cual desembocó en la visita a un centro comercial. En este templo del capital y las oportunidades resolví disgregarme por segunda vez del conjunto. No hice en unas cuantas horas más que subir o bajar por rampas o escaleras mecánicas, fijarme con parsimonia en los escaparates, frenar de vez en cuando mis pies y volver sobre mis pasos, mirar mucho y mal, y digo mal porque no logré comprender nada de lo que vi.
Llegó un momento en que se ensombrecieron los pasillos del centro y acabé saliendo al exterior donde no había ni un solo componente del grupo. Me puse a caminar al azar; luego me detuve un instante, me giré y marché en la dirección contraria. En una calle estrecha localicé un punto de información oficial de Turismo y entré a merodear buscando respuestas. Poco después dejé el local, avancé hacia unas marquesinas y esperé a que llegara el autobús. Una señora de mediana edad, muy correctamente vestida, se detuvo a mi derecha y comenzó a lanzarme miradas. Al cuarto envite, me dirigió unas palabras en un perfecto castellano: "Tú eres asturiano, ¿no?". Le respondí que sí, mientras contemplaba que contra su pecho oprimía un ejemplar de La Nueva España edición Cuencas. "Ven conmigo", ordenó. Sin pronunciar una sola sílaba la seguí.

07 noviembre 2006

Restos del temporal

[...] Había que volver al tajo, de modo que comprobé qué tal andaba el panorama por el exterior, si el temporal continuaba haciendo estragos o ya sólo permanecían las huellas de lo acontecido. El panorama estaba despejado, la nieve se iba marchando y quedaba el frío intenso, aunque el sol apareciera maquillando el paisaje [...]

04 noviembre 2006

Para siempre

Cuántas caras pasaron ya
que ya no veré jamás
ya están allí
Me sorprendo al verte hoy
me recuerda algo que fui
y ya no soy

Para siempre sólo es
lo que ocurra desde hoy
hasta el momento en que
nos vengan a buscar
Para siempre sólo es
lo que pase desde hoy
hasta el día en que
nos vengan a buscar

Ya no recuerdo cómo era
antes de el día de conocernos
Esa frase la has dicho ya
sólo que en otra ocasión
a otra mujer

Para siempre sólo es
lo que ocurra desde hoy
hasta el momento en que
nos vengan a buscar
Para siempre sólo es
lo que pase desde hoy
hasta el día en que
nos vengan a buscar
Lo que ocurra desde hoy
hasta el momento en que
Para siempre sólo es
una casualidad
Lo que ocurra desde hoy
hasta el momento en que
Todo esto sólo es
una casualidad.

DA, Dormidos en el zoo

02 noviembre 2006

Incólume

En la cuadrícula de la acera de esta plaza yace el niño muerto. Su cabeza se apoya en el almohadón de su propia sangre, una densidad que se expande poco a poco y se aleja, como si no tuviera nada que ver con el cuerpo que la acogía hasta el momento del impacto. Porque ese niño acaba de fallecer justo cuando su cabeza ha golpeado ásperamente el pavimento, no ha tenido tiempo para ser consciente o para sufrir, por fortuna. Jugaba con otros muchachos del barrio. Dos de ellos se valieron de su superioridad física para divertirse a costa de él. Lo zarandearon, le procuraron el ineluctable empujón que trajo el impacto de muerte con inocente sencillez: con un ataque frontal de uno de los chicos mientras el otro se situaba a sus espaldas agachado, anclado de pies y manos, propiciando el consabido efecto zancadilla. Los padres acudieron en cuanto recibieron el aviso. Era domingo y pasaban la tarde en casa, una tarde a priori como otra cualquiera, quién piensa que puedan ocurrir estas desgracias. Nadie en su sano juicio, eso está claro. El drama les cogió por sorpresa. Aún sin aparentes visos de reacción el padre piensa: “Mi hijo está muerto, no va a volver”. La madre se dice: “Mi hijo está muerto, no lo veremos nunca más”. Ambos se guardan las palabras como mudos, detenidos. Ni siquiera se miran. Sólo tienen ojos para el niño, giran en torno a él, en silencio. No se tocan tampoco: ni una mano calma sobre el hombro, ni una caricia, ni un cómplice movimiento aproximativo. Todo acaba de comenzar sin embargo, todo requiere de iniciativa, algún tipo de iniciativa, pero es inútil: mutismo y quietud suponen su única oferta.

En una gárgola se ha posado un pájaro. Las gruesas nubes traspasan lentas, como estancadas, el cielo. En la sangre joven con amenaza de coágulo, en su grumosa estructura, se diría que algo se mueve. O tal vez fuese más correcto describirlo con el verbo germinar: Algo germina. Un trazo cristalino pero obtuso, como alzado con diminutas alas de algodón, porfía por separarse. Esas pequeñas alas establecen su nexo con lo recóndito, se desembarazan de todo factor orgánico, reintegran feliz y dispar autonomía echando por tierra enunciados citas sentencias y palabras en vano. Una red, un tapiz múltiple y pleno emerge sin cortapisas. A años luz de lo tangible, la ligereza de ese vuelo leve origina un creciente murmullo en los suspicaces. La ciudad mantiene el pulso de una proverbial jornada dominical, con sus sonidos lejanos, en el día por excelencia de lo lejano y de la distancia. El suelo parece erguirse con una vibración pronunciada. El pájaro despega desde la gárgola. Una carcajada, idéntica a la de Nelson (Los Simpsons) le acaba de perturbar enormemente.