25 octubre 2008

Amor en Japón

En una ciudad que bien podía ser Lisboa nos juntamos una amiga, tu novio, tú y yo. Salimos a cenar después de una tarde de ruta por las aristas turísticas de la ciudad. Nos pusimos a beber vino antes de la cena. Tú sólo participaste de la primera ronda y luego bebías tónica con una actitud contrapuesta a la de nosotros tres: Sara, Pedro y yo, que le dábamos fuerte al vino, sin mucha medida. Cuando pedimos el primer plato estábamos pasados, todos muy pasados, excepto tú. Aun así cenamos con más vino, bebimos licores tras el café, nos metimos en un pub a tomar copas, a pesar de la poca gracia que a ti te hacía, pues querías ir a la mañana siguiente temprano a la playa. Asistimos en un local al peor espectáculo de fado concebible a precio de oro. Trasegamos más whisky Pedro, Sara y yo; tú pedías tónica de vez en cuando, sin disimular un fastidio evidente. Nos subimos en un taxi, el taxista nos preguntó la dirección del hotel pero le solicitamos que parara en algún bar que conociera y que nos quedara de camino. El hombre paró después de exhibir su conducción temeraria por calles estrechas, empinadas y de dos sentidos. A la vez que tomábamos el séptimo whisky (tú la tercera tónica), el taxista se tragó una jarra de litro de cerveza en tres o cuatro sorbos. Ya en el hotel, arrastrarse era la única manera de alcanzar la cama, así nos reprochaste. Cuando horas más tarde y bien entrado el día salimos del aturdimiento alcohólico, me miraste con odio como al energúmeno que te había impedido disfrutar de la playa, como al imbécil que nunca podría estar a tu lado por infantil, egoísta y caprichoso, el don nadie perpetuo al que jamás tendrías junto a ti. Mimaste a Pedro, le dedicaste tus mejores caricias, tus palabras más dulces, tus sobresalientes gestos. Comprendí que esa misma tarde le diría a Sara que el viaje había terminado, que hiciera lo que quisiera y que, si se lo iba a pensar, me buscara en la parada de taxi más próxima al hotel.

Sondear

Al final de todo, lo más lejos posible
el sol impreso en la retina.
Corredores hasta el pabellón
sentí mi corazón reventar.

Vi mi vida en un segundo
mi primera comunión
aquellas tardes del colegio
estabas tú.
Los partidos del domingo
y las siestas en tu casa
y aquellas vacaciones
estabas tú.

Y a pesar de todo me regalabas libros
que escribías por la noches
sólo para sondear mi amor
saber si te quería aún.

Manzanas llenas de casas vacías
no hay coches en las calles
semáforos para nadie
y no estás tú.

Y no pensé en tu cara
de fin de año de año en año.
Y nunca me gustó verte llorar
y nunca me gustó verte llorar
y nunca me gustó verte llorar
no... no...

Piratas. Ultrasónica (Sesiones perdidas)

19 octubre 2008

Telaraña

Había una telaraña y había una fronda oscura si mirabas a su través. Había un túnel y había un camino, todo era negro. Desmentía este hecho la habitual transparencia de la tela de araña. Porque si mirabas a su través no alcanzabas realidad distinta a lo opaco y, si avanzabas, caías en la emboscada del túnel y del camino.
Había también un bosque, había un lago, había un río, una montaña. Había un rugido de guerra al acercarse. Había una solidez insoportable y un hombre que decía leer el periódico sentado en un banco.
Me gustaba imaginar que me adentraría, me embotaría en los cantos de sirena perfectos, disputaría un rincón con la araña.
Había una vez, existió una vez. Introducirse en el laberinto, el pasadizo que constituía el cebo de la araña.

Ingresé en el laberinto convencido de alcanzar sus confines más remotos. Entré con un palo impregnado por veneno en su punta y un casco de minero. Me introduje en el agujero vibrando, temblando. Transité intercalado con la hojarasca, digno héroe con la misión de poner ciertos puntos sobre determinadas íes.
Pronto me di de bruces, bajo la única farola allí existente, con el hombre que decía leer el periódico, aunque me explicó que lo que más le gustaba, donde empleaba más jornadas, era en resolver los pasatiempos. Me comentó que tenían truco y que por desgracia ese factor le restaba el matiz placentero a eso de los pasatiempos, y que quizás tuviera que dedicarse más adelante en elaborar los acertijos, sopas de letras, crucigramas y jeroglíficos, siempre que le respetaran sus principios de dificultad mínima exigible, es decir, que hasta a él mismo le fueran prácticamente irresolubles.
Levanté el casco a modo de despedida y proseguí con mi peregrinaje, dejando al hombre en su banco y con su periódico y con su farola.

Sorteé diversos obstáculos, vadeé el río, ascendí una montaña y me hallé ante una especie de nave gigante que no era otra cosa que una sala de fiestas, con su piso pegajoso, colillas, cristales, bebida y chicas generosas. Puede que la bebida fuera de garrafa, que las chicas mintieran más que todos los mentirosos del mundo unidos, que me cortara en un pie al pisar el vidrio roto y esparcido por el suelo. Bebí, amé, bailé, estrellé vasos contra el suelo, me desinhibí tanto que a punto estuve de dejar olvidado el palo venenoso y el casco de minero en la discoteca. Finalmente me marché de allí con una buena cogorza y la ropa apestando a tabaco y el aliento apestando a alcohol, yendo a parar sobre un lecho vegetal y mullido que me arropó a su manera y finiquitó el cansancio acumulado entre esfuerzos y emociones.

Había un lago, había un puente inestable con una araña monstruosa esperando al final. Había un tipo decidido, un palo envenenado, un casco de minero que le concediera la luz en aquella oscuridad.
Había una vez, después de vividas las aventuras que aquí relato, que crucé el puente y me encaré con la araña y le di muerte con el palo envenenado.
Había una vez que me di la vuelta para desandar el camino, que no encontré indicadores ni señales de ninguna naturaleza a mis espaldas -como es lógico-, y que tuve que detenerme.
Había una vez. Después, jamás encontré la salida.

18 octubre 2008

Sr. Ramírez y familia

Lo que efectivamente hablé con el Sr. Ramírez en la tarde de ayer fue acerca del asunto aquel de las ratas, la plaga casi bíblica que azotaba a nuestro vecindario. El Sr. Ramírez estaba próximo a su ventana mientras peroraba, las cortinas se balanceaban con ligereza y él ordeñaba notables volutas de su maravilloso puro habano junto al cristal. Aunque fumaba, tenía la presteza y la habilidad de no quebrar el hilo de su charla, eternizado soliloquio que distinguía las palabras del humo pulcramente. Me entraron ganas de decir algo; si bien no era capaz de transmitir mi mensaje con mis expresiones no verbalizadas, de alguna manera tenía que explicar yo que me importaba un rábano toda su historia de roedores destructivos, animales con una extraordinaria capacidad para reproducirse y transmisores de las más variadas enfermedades, pues creo que no hacíamos más que redundar en el tópico y en los conceptos que dominaban los niños de siete -o tal vez menos- años.
Mi gesto fue variando de poco en poco: cansancio, desinterés, hartazgo, etc. De esta guisa me comportaba con tal de llamar su atención y dejar bien claro el fastidio que me producía el estar sentado frente a él, en esa habitación donde abundaban la caoba y los objetos desfasados. Mas no sirvió de mucho mi actuar peliculero, ya que, al fin y al cabo, me ganaba la vida con cosas bien distintas a las artes escénicas. Eso no quita que me hubiera sido más productivo que me contaran el cuento del Flautista de Hamelin otra vez que soportar al Sr. Ramírez y su plasta de monólogo.
Se abrió entonces la puerta y apareció una muchacha de unos diecinueve o veinte años, ataviada con unos atuendos por completo anacrónicos y le hizo una señal al orador y vecino Ramírez. Éste se fue detrás de ella casi dando un salto y cerraron con urgencia la puerta del cuarto contiguo. Al parecer no iba a ser hoy el día para terminar con la plaga de las ratas a juzgar por los ruidos que atravesaban la pared. Me quedé un rato más sentado en señal de buena educación, aunque sin reprimirme en cotillear en la biblioteca de Ramírez, guardándome en el maletín un estupendo ejemplar, sin ningún signo de haber sido nunca abierto, de En busca del tiempo perdido.
Mientras me disponía a atravesar el umbral de la estancia y de la casa, se asomó el hijo pequeño del Sr. Ramírez por el quicio de la puerta. Su cara era como un hociquito blanquecino, grisáceo, puntiagudo como el de las ratas, y su chillido penetrante y filoso como la encarnación del espanto.

Hoy es dieciocho

hay un cuerpo girando en la cocina
al final de una cuerda atada a una viga
toda la tarde viendo películas

hoy es dieciocho y ella se ha ido
hace demasiado tiempo
ahora ya no está conmigo
demasiado tiempo metido en este sitio

y ahora estoy hablando sin sentido
la vida pendiente de un hilo
me gustará saber de qué ha servido
si nunca nadie lo ha entendido

he estado dando vueltas por toda la casa
he encontrado algunas fotos que hace tiempo no miraba
esos recuerdos parten mi alma

si hubiera encontrado las palabras
ahora no estaría solo en casa
tan sólo las palabras exactas
pero no pude decirte nada

¿qué puedo hacer si no puedo hacer nada?
para acabar con algo que no acaba

"Desorden". Los Planetas, Super 8

Dar (v.2)

Fuiste liberado en cuanto se cerró la puerta del autobús. Además no podía ocurrir de otra manera.
Te preguntaron primero que por qué te ibas.
“Quiero desaparecer”, contestaste.
“¿Desaparecer?”.
Se cerró la puerta del autobús y desapareciste.
Arrancó el autobús, tomó la salida de la ciudad, y desapareciste.

La música de Lou Reed te hizo más llevadero el viaje.
Con todo, tuviste que presenciar cómo tu compañera de asiento, una señora sexagenaria, se santiguaba al iniciar el coche su marcha.
Pensaste en Dios, tú que dijiste que tenías mucho que hacer y mucho que pensar.
Pensaste. Eso que no se hacía demasiado en tu ciudad.
Pensaste pocos minutos, es cierto.
Aunque no te conseguiste dormir, conseguiste dejar de pensar.

El cementerio era un lugar desapacible cuando lo visitaste a la mañana siguiente. Los cementerios son sitios así. De todos modos tú no percibías desasosiego ni malestar.
Un cementerio bajo tus pies, ni más ni menos.
Tú eras el cementerio en realidad. Y, puesto que lo sabías, te retrasaste más tiempo del que cualquiera hubiese empleado en pasear por aquellas avenidas de mármol.
Incluso para escudriñar la línea marina del horizonte, para discernir entre la tapia blanca y el azul verdoso del mar. Disparaste.

El mercado era bullicioso. Parecía un espacio puramente oriental.
Te diste prisa con tus compras, sin regatear demasiado por la desproporción entre la calidad de la fruta que compraste y el precio que pagaste por ella.
Caminaste por el paseo marítimo para llegar hasta el faro, que se avistaba un puñado de kilómetros más adelante.
Una vez frente al faro miraste hacia la piedra milenaria, miraste hacia la costa, hacia el mar y hacia la rosa de los vientos en el rompiente.
Te sentiste perdido mientras, entre flores amarillas, te recostabas para comer la fruta.

La noche te sorprendió en un bar antiguo bebiendo vino blanco, malo y a la vez poderoso en graduación alcohólica.
Te emborrachaste. Mucho.
Lloraste a escondidas con poco disimulo (dicho sea de paso).
Saliste hacia el puerto a mirar las barcas, a mirar la fortaleza, a llorar ante la incomprensión que te producían hasta los hechos más nimios y ordinarios.
Te habías sentado en un banco cuando te atacó el sueño.

Una dura resaca envolvió tu amanecer. Te costó lo tuyo ponerte en movimiento.
Después, los paseos por el parque y el mausoleo de los héroes locales no lograron sacarte de tu perplejidad.
Almorzaste en aquel restaurante italiano que regentaba un cubano que te dio conversación, menú del día y te invitó a café.
Luego subiste a un taxi. Le indicaste al taxista: “a la estación”.
Sacaste un billete para otra ciudad. Desapareciste.

17 octubre 2008

Dar

“¿Por qué te vas?”, me dijeron.
“Tengo mucho que hacer y tengo mucho que pensar, algo que, por otra parte, está claro que no se hace mucho por aquí.”
“¿Pensar?”.
Y se cerraron las puertas del autobús.
Busqué mi asiento, me acomodé y me puse a escuchar a Lou Reed.

Salimos de la ciudad con mi cuerpo parapetado detrás de una fila de asientos. La señora que tenía al lado se santiguó cuando el coche se puso en marcha. Qué bien me vendría a mí, señora, una buena ingesta de fe.
La música de Lou Reed amortiguaba los baches y suavizaba las curvas. Pese a todo, muy pronto se me empezaron a dormir los brazos y las piernas, incluso el culo.
Demonio de autobús.

Visité el cementerio la mañana siguiente. Hileras de tumbas con distintas tonalidades recibían la generosa luz solar. Paseé por esa especie de calles entre panteones y nichos y sepulturas, la mayoría ajados por el paso del tiempo. Me situé en un punto alto para estatuir la diferencia entre la línea del muro y la línea del horizonte marino. Disparé.
Luego me fui y enseguida caminé, caminé mucho rato.

Un día después di una vuelta por el mercado, donde compré fruta. Salí y avancé por el paseo marítimo paralelo al tranvía. El faro quedaba muy lejos y su silueta parecía inalterable en tamaño aun habiendo recorrido un buen trecho del camino.
La formidable rosa de los vientos parecía mecerse junto a las rocas en las que se estrellaba el mar. La torre se erigía un tanto achatada cuando se observaba desde su pie.
Descendí por el terraplén y me senté a comer fruta entre las flores amarillas.

Por la noche bebí largo rato en un bar cercano al hostal. Bebí vino blanco, un vino bastante malo. Escuché las conversaciones y no las escuché, hacía todo eso a intervalos.
Cuando estaba un tanto borracho decidí callejear sin rumbo. Por otra parte no había hecho otra cosa desde que empezó el viaje.
A eso de las doce me aproximé al puerto, me quedé contemplando las pequeñas embarcaciones y admiré la fortaleza, una antigua prisión hoy reconvertida en museo.

Me desperté con la espalda destrozada por la dura madera del banco.
Visité el parque más famoso de la ciudad.
Visité el plomizo mausoleo de los héroes locales.
Comí en un restaurante italiano que regentaba un cubano.
Comí el menú del día, comida a años luz de la típica comida italiana.

Tomé café.
Me monté en un taxi camino de la estación, rumbo a otra ciudad.

16 octubre 2008

E-mail

Estimados señores de la Organización:

Se puede salir a comprar el pan aquí sin que te escupan una calumnia ni un reproche inventado y sin que te vuelen puñales o estiletes por la espalda.
En esta ciudad uno se olvida del ignominioso peso de la nada apestosa, la mala baba que cobardemente te limpia la nuca a collejas y de la que sólo obtienes noticias por terceras personas, a veces por indicios vergonzantes, que deberían hacer enrojecer sobre manera a las ratas emisoras.
El sol tal vez brille de manera parecida cuando paseamos por el puerto, cuando llega la tarde que pronto será noche. Y sin embargo no llega el metal rastrero a estas orillas, la podredumbre, el desatino de la confianza en quien desde luego no la merece.
Dedicamos los días a tareas prosaicas también, es cierto, sin un solo remordimiento. Nos paramos en los escaparates de moda sin fingir displicencia, con una ausencia de autojustificación disfrazada de autenticidad que es del todo encomiable.
Quizás no se pueda imaginar que aquí existan los amigos, pero quién necesita inhalar sandeces, nunca fue necesario salir a buscar determinadas cosas que se presentan si sueltas media patada a una lata vacía.
En los paseos huele igual que en otras ciudades, pero qué diferente.
En consecuencia: les estoy muy agradecido por todo el interés que han mostrado por mi humilde destino, les invito a que sigan enriqueciéndolo como hasta ahora, con la inventiva más carente de imaginación que uno pueda sospechar.
Ahora les tengo que dejar pues me están llamando.

Atentamente,

06 octubre 2008

Romperás

Romperás con tu voz
mil silencios que habitan en cada rincón
y olvidar de un tirón
todo el tiempo que paso esperando tu amor.

Cambiaré de color
voy a pintar de verde la luna y el sol.
Y al final ¿quién soy yo?
a ver si me lo aprendo y me sale mejor.

Tu cintura, qué hermosura,
todo el día me paso en ella.
Tu cabeza, qué tristeza,
cómo quieres que sepa dónde está.

Tu cintura, qué hermosura,
todo el día me paso en ella.
Tu cabeza, qué tristeza,
cómo quieres que sepa cuándo te hace falta más.

Me abrirás con tu luz
duermo todas las noches dentro de un baúl
y te irás y esta vez
romperé mis poemas quizás pensaré.

Tu mirada, qué chorrada,
¿cómo quieres que cuente estrellas?
Si hace tiempo me lo invento
soy el amo del firmamento metido en mi disfraz
de hombre normal.

Tu mirada, qué chorrada,
¿cómo quieres que cuente estrellas?
Si hace tiempo me lo invento
soy el amo del firmamento metido en mi disfraz
de hombre normal.

Extremoduro, Rock transgresivo

05 octubre 2008

helás (mañana)

un adiós sordomudo se metió en mi maleta
y pidió con un gesto que nunca más la abriera.
y mañana no será mañana no estoy.
mañana no será.

hoy mi pesada solidez,
ingrávida al molde que contaba mis momentos.
y mañana no será mañana no estoy.
mañana no será.

maga