17 enero 2009

La noche neutra



Mr Moon, Mr Moon maybe your time is coming.
Mr Moon, Mr Moon what's happening in the room?
We'll search our hearts before you die, let the time fades away.
It was given as a promise to each and every man.

I wanna love you but I'm growing old.
Ten little soldiers screaming in my soul.
Will she come over when it's time to go?
Come on and show me little drummerboy.
No... Mr Moon, Mr Moon, Mr Moon

Sad but true, sad but true,
you're telling me what to do.
I've learned my lesson, that stupid question,
Though it hurt my pride.

But you're a girl, a serious girl,
Showing me the world.
Oh my love, you're so tired,
But you must be quiet.

I wanna love you but I'm growing old.
Ten little soldiers screaming in my soul.
Will she come over when it's time to go?
Come on and show me little drummerboy,
No... Mr Moon, Mr Moon, Mr Moon.

Hey, hey, hey?
Mr Moon, Mr Moon, Mr Moon.

I wanna love you but I'm growing old.
Ten little soldiers screaming in my soul.
Will she come over when it's time to go?
Come on and show me little drummerboy.

I wanna love you but I'm growing old.
Ten little soldiers screaming in my soul.
The day is using up it's final breath.
I've never been so sure I've never doubted you.
Mr Moon, Mr Moon, Mr Moon.

"Mr Moon". Mando Diao, bring 'em in



Sí podría caber un reposo sin vigilia, duermevela, pesadillas. Saltar el foso y pasar por alto fastos de una boda que no sé si es la mía, con la familia tirándose los trastos sobre la cabeza, con el ansia de desaparecer. Me pregunto si sería más veloz que los perros, si no me agarrarían en el último momento, como ocurre siempre. Me pregunto si me seguirías y si llegaría al verano allá, a Buenos Aires.

12 enero 2009

No sos vos, soy yo



Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto
Sentiste a los asuntos pendientes volver hasta volverte muy loco
Si resulta que sí, sí podrás entender lo que me pasa a mí esta noche
Ella no va a volver y la pena me empieza a crecer, adentro
La moneda cayó por el lado de la soledad y el dolor
Todo lo que termina, termina mal, poco a poco
Y si no termina se contamina más y eso se cubre de polvo
Me parece que soy de la quinta que vio el Mundial 78,
me tocó crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor
La moneda cayó por el lado de la soledad otra vez
No me lastimes con tus crímenes perfectos, mientras la gente indiferente se da cuenta
De vez en cuando, solamente sale afuera la pena real
Si resulta que sí, sí podrás entender lo que me pasa a mí esta noche
Ella no va a volver y la pena me empieza a crecer, adentro
La moneda cayó por el lado de la soledad y el dolor
La moneda cayó por el lado de la soledad otra vez
La moneda cayó por el lado de la soledad.


"Crímenes perfectos", Andrés Calamaro

11 enero 2009

Beetlebum



Blur

Tokio ya no nos quiere



Lori Meyers, viaje de estudios

10 enero 2009

Máximo Fernández

Máximo sostiene un cigarrillo entre los dedos, observa a través de la ventana. Acaba de hacer el amor con Julia y se siente como un pedazo de mierda. La cabeza no hace más que darle vueltas, echa una mirada a su interior y se ve como la persona más iletrada del universo, no sabe cómo saldrá de ésta. A veces cree estar en un sueño o en una película, que no hay nada de verdad en todo lo que le sucede en su vida. Está atenazado por la angustia, los nervios siempre de punta. Al menos parece que hoy esto nos ha llevado a alguna parte -se dice para reconfortarse-, aunque sabedor de que la realidad es todo lo contrario a ese pensamiento. Recuerda toda su historia con Julia, un noviazgo inverosímil, después citas dolorosas intercaladas con dolores de mayor o menor grado, la puñalada de conocer que ella había empezado a salir con un tipo, aquél que conducía agresivamente un coche deportivo negro.
Máximo y Julia pasaban por inefables escenas arrasando los escenarios después, al terminar: ya fuera un cine, una cafetería, una plaza, un parque o la casa de ella, sólo restaban al final piezas rotas, espacios vacíos y privados de un orden. Luego transcurrían días, semanas, estaciones, pero se negaban de alguna manera a dar por clausurado todo aquello.
Máximo evoca frente a la ventana una de los actos más demostrativos, cuando en una fría tarde de enero Julia insistió en hacerle una fotografía. Era una de esas esporádicas ocasiones en que se veían, más por ilusionada e inocente proposición de ella que por iniciativa de Máximo, que había acudido a la cita visiblemente nervioso, con una sensación de inutilidad consigo que apenas le facilitaba el paso: un costoso y pesado caminar, casi de autómata, le condujo al piso de Julia, convencido de que aquel hermoso vínculo que atisbara en una ocasión se había destruido sin remedio, de forma definitiva. El sol se había puesto minutos antes y la noche se desplegaba de manera uniforme sobre las farolas y el neón cuando entró en el portal y enfiló el camino hacia el ascensor. Máximo no entendía el motivo de aquellos encuentros -se decía entonces, siempre se repetía lo mismo al acudir a sus citas-, sabía que ella estaba con otra persona (el del deportivo negro, un tipo, digamos, más dinámico) y, entretanto, en aquel periodo de tiempo tras la tácita ruptura, él continuaba con su blando y terrible descenso, la caída en picado al pozo doloroso de la nada, una sensación que se asemejaba cada vez más a un perturbador estado natural.
Máximo se resistió en un primer momento, de manera penosa, a que Julia le tomara la fotografía, su ánimo de espectro taciturno no estaba para demasiadas celebraciones, aunque al final accedió con un gesto impreciso y sin saber muy bien por qué.
Las conversaciones que mantenían eran forzosamente banales, rozando la estupidez, sobre todo para Máximo, que actuaba con un premeditado desdén, sin controlar en ocasiones las posibles consecuencias que su actitud podía provocar en Julia, es decir, desenmascarando sin complejos al gran egoísta que habitaba en su interior.
-A veces me parece que en realidad no te importa nada -le reprochó Julia.
A veces yo también tengo la sensación de que no me importa nada -pensó Máximo-, que ni siquiera tú me importas, y eso es lo más jodido, la mayor de las desazones, el triunfo sublime de la mayor de las derrotas.
Pero a ella no le dijo nada.
-No avanzamos, Max -le dijo Julia con tristeza-. No te entiendo. Por mucho que lo intente no puedo entenderte.
La cosa no dio para mucho más aquella tarde, sólo que para Máximo continuaron abriéndosele por dentro innumerables fisuras que amenazaban con quebrarle en mil pedazos si no ponía fin de inmediato a todo esto. Su peregrinar por el mundo de lo consciente le transportaba a una especie de plano aparte de la mayoría, de los otros, le rompía la impuesta escala de valores y le mostraba a los ojos de los demás como un ser frío y carente de sentimientos, asqueado y que renuncia, en su náusea, a todo. Sentirse como sin vida, percibir que nada era como siempre habían querido hacerle ver, todo esto contribuía a colorear el ambiente con unos matices tan extraños, tan ridículamente irreales, que la mencionada escala de valores no podía más que tropezar, tambalearse y desmoronarse finalmente como una sincera y grotesca carcajada. Descreer y apartarse ya de todo sería el resumen idóneo para sus sensaciones.
Esto debería haber supuesto el colmo para Máximo, aun así sus citas con Julia continuaron; citas indescriptibles objetivamente pero muy diáfanas para su interior, para el núcleo de su pesadilla, como esta tarde.
Esta tarde ha sido una más. No, no podía ser una más: Máximo está agrietado. Se quedaría a pasar la noche con Julia, cenarían y finalmente se lo diría, le diría que era imposible verse más, que ya no lo aguantaba, que le estaba destruyendo y que por muy difícil que pudiera parecer al principio, lo superarían con seguridad.
Máximo y Julia cenan en silencio, se vuelven a acostar.
En seguida amanece de forma sombría, es la hora de despedirse, el momento en el cual Máximo pondrá el punto y final. Se demora unos instantes antes de incorporarse, da dos o tres vueltas, se levanta de la cama y le dice estas palabras a Julia en voz baja:
-Te llamo en unos días.

09 enero 2009

Momento previo

Es lo que nadie desea. Es el taladro en la sien cuando persigue cucarachas. Previamente la prueba de colgar un cuadro. En vano. Más que previo, era el momento previo, el intervalo transitorio en que nos encontraríamos en el ascensor. Ajuste de cuentas, tu frase favorita. Cagüendios, me cago en tu puta madre. Llegaste a la puerta. Firme una mira, el desenlace que todos esperábamos. Los hay malnacidos, de Black&Decker en mano diestra. A martillazos te sacaba. Ésos de las 00:18 horas, con más martillazos de los que podrías figurar. Pero ahora no. Es el momento de la charla pendiente. Un vistazo al buzón como escupirle a una cobra. Opresión pese a ti. Tus tentativas ridículas. El dilatarse de una sombra. Hombre de la mancha verde. Ché, vamos a tomar, hagamos una elipse. Campari, güisqui, olivas, limón, hielo. Tres piedras. En el camino. El albor de separarse. No te marches, compañero. Me esperan al pie del ascensor. Un hombre tiene que enfrentarse. A qué. Deja de darle al trago, hermano. ¿Ahora? ¿Qué voy a hacer? Sube las escaleras. Subo. Anda, desanda, anda el camino, te aguardan. A qué precio. Todos somos baratos. Bien, te haré caso. No olvides que soy detective, te sacaré de ésta. ¿Y si no salgo? Haré un preciso informe, sin cabos por atar. Qué consuelo. Déle pues. Le doy, sin atinar con la llave en la cerradura. Qué cerradura, te dice su saber. La de la puerta, descerebrado. No me repitas eso; con lo que tienes por delante…, igual me quedo descojonándome un par de años. Por delante, intento dar el segundo paso; ahora entiendo lo de la cerradura: no es nada distinguido. Loco me encamino como un maniquí. Nula velocidad, mi tercer paso llega a la Historia. Bonita manera de escabullirse. ¿Es sinónima de sí la misma palabra? Parece que sí, sin un porqué. Hallábame en tan duro trance. Ni un silbido. Temblaban parvamente las hojas del árbol navideño. Cuarto paso y un tic-tac. La circulación sanguínea espesa. No tengo venas ya. Y no tengo cuidados. Cuando el número 6 presenta sus credenciales. La infalible Cañada Real. Siete. Siete pasos, vaya abismo. Que quiten el cajón. No me comprendes. No quiero dar un paso más. El camino despejado. Sirenas. Octavo tan deprisa. Hagamos la elipse, camarada. Hablemos de todo lo que hablábamos en la barra. Los vasos en la mano. Nos putean, compadre, ¿es que no lo ves? Yo es que ya no veo nada, y así está bien. Pero veo. Al pie del ascensor sin atestiguarlo. Desde luego no, no estoy aquí ni allí. Debería ponerme. Ya estás. Una Black&Decker colgando del cinturón. Ojos de rata. Por fin, ya era hora, tenía muchas ganas de verte. Silencio. Sé que quieres decirme alguna que otra cosa. Silencio. La elipse, compañero, la elipse. Silencio. La elipse que no llega.

07 enero 2009

Autobuses

Fue en noviembre de 2004 cuando te envié la primera postal. Claro que ésta no viajaba sola, iba adjunta a una extensa carta que abundaba en el mismo error, aunque yo por aquel entonces no lo sabía. Con la postal pretendía que el enganche significara lo mismo para ti que para mí -además de aparentar poseer un finísimo sentido del humor y de ser original, en aquellos tiempos en que la originalidad y las buenas costumbres se habían ido al carajo-. Con la carta pensaba que arrojaba un denso rayo de luz para que comprendieras, no te olvidaras de lo que cuenta, de la verdad de cualquier palabra o de cualquier silencio.
Te mudaste a París con motivo de tu beca Erasmus, te marchaste con el comienzo del curso, con poco equipaje, con muchas ganas de cambiar de aires. A mí, por el contrario, todo eso era lo que menos gracia me hacía: aquel viaje, París, perderte de vista durante nueve meses, un tiempo perfecto que me sacaría del terreno de juego sin vacilaciones. Te mudaste a París, así de sencillo, como quien respira, lo cual configuraba un panorama de lo más rancio, no podía verlo de manera distinta, no podía.

Me metí en los primeros días con los grandes: Hemingway, Bolaño, Svevo, Sebald, Perec, Kafka, Nabokov... Volví a ver cine, a consumir imágenes de forma incomprensible recordando al entrañable Franz. Tal vez por este increíble sujeto dejé luego de ver cine, y me tronchaba de risa pensando en los autores y/o juntadores de letras que se basaban en dos o tres tópicos para hacer el mayor de los ridículos simulando ser muy duros, divertidos y auténticos con su impostado estilo, una campaña de marketing que se cargaba de un plumazo a Shakespeare o Tirso de Molina. Busqué ese estado de bella desdicha que tanto menciona Vila-Matas, cimenté un camino sin embargo lleno de palos de ciego, sin enterarme para nada de lo que creía traerme entre manos. Así era yo, el espejo del centro de las críticas, cuánta ironía y sarcasmo y de qué poco me sirvió.

“Te pondrás bien” eran las únicas palabras que se salvaban del paseo por puntillas que en realidad eran tus respuestas. Me aferré tanto al destello, a la electricidad de la chispa, a aquello que surgió en la mesa de un bar de barrio en las tardes de un verano que se rendía, a lo único que maduré como posible, la correlación de energías y de símbolos, una simbiosis sagrada que se filtraba entre tus anécdotas de piso compartido, como cuando unos italianos te indicaron que para cocer pasta era un pecado verter aceite en el agua, aunque fuera muy poco. Me río ahora de tanta gilipollez, para qué te voy a decir otra cosa.
Me aseguraste entusiasmada que era un amigo, que yo sí que era un amigo de los de verdad. Me dijiste todo eso por e-mail, en un mensaje cuyo archivo adjunto era una fotografía, la de tu novio Pierre, al cual salías mezclada abrazada y sonriente, el e-mail que contenía las únicas frases por ti escritas que rezumaban, por fin, el resuello de la verdad.

06 enero 2009

Mosquificación

Realmente me da igual -me repito- y entonces cojo carrera, una carrera insignificante y voy hacia la barandilla de la terraza y me apoyo en ella y salto.
Sobrevienen ocho pisos en caída libre, un vuelo que revierte eterno, la calzada en cambio se acerca a pesar de la percepción de cierta lentitud, y ya restan metros, muy pocos metros cuando se multiplica, se sobredimensiona el campo de visión, cuando no impacto contra el piso y me elevo ligero y diminuto favorecido por las corrientes de aire, también por las hercúleas alas cosidas en la textura negra.

Rebuscando entre los desechos orgánicos me gano el sustento, a veces posando mis patitas en papeles impregnados por restos grasientos, partículas que pudieron albergar alguna forma de vida, otra forma de vida quizás, mejor o peor, seguro que mejor que la vida que yo llevaba, la que me impulsó a tomar carrera, ésa que no se interpuso en mi magistral apoyo de manos en la barandilla y el salto posterior hacia el resguardo añorado, hasta que alguna extraña razón introdujo un cambio de planes o, mejor dicho, de guión.
Huelga decir que no escatimo placenteros deleites sobre las sustancias que arrojan perros o aves. Pese a la muestra de mal gusto que supone este apunte grosero y deliberado, me encanta recrearme en todo lo que repugna al ciudadanito de a pie, al menos eso me va a quedar, me digo siempre. El mismo individuo que no hace más que intentar acabar conmigo, y no tendrían que ser los hombres tan pelmazos, pues ya debería ser bien conocido el insignificante tiempo de existencia con que la naturaleza ha dotado a nuestra especie, dato que en mi particular es dudoso al venir, al devenir mi existencia de una sustancia humana pretérita.
Pues bien, hechas estas reflexiones obvias, a nadie se le escapará que huyo de la vida del ser racional como del diablo, en mi caso el diablo de las moscas que también existe, y mis planteamientos vitales pasan por lo primordial de la busca de alimento y de calor, léase calor en todo el amplio abanico de su significado.

Encontrando de este modo un dulce estado de paz, no hay que olvidarse de la traicionera tentación, porque no es menos cierto, a pesar de todo lo argumentado, que la insatisfacción se presenta en cualquier lance vital, y las moscas no íbamos a ser menos.

Todo se inicia en un día suave y a la vez frío de este invierno navideño, en el día de hoy, cuando el cielo es recorrido por nubes de granito aunque no llegue la lluvia, pero que instiga a guarecerse en rincones que se salgan de lo común, esa ordinariez de tener alerta los sentidos, el prisma entreabierto de seguido. He llegado frente al ventanal cálido, la ráfaga de luz envolvente, la compañía humana que parece fuera de toda sensación de amenaza. Un rato después de revolotear coquetamente me cuelo entre las cortinas y entonces inspecciono la casa estancia por estancia, llevándome un pequeño chasco en el cuarto de baño, aunque no en la cocina, punto en que me detengo a darme un festín con el cubo de basura mal cerrado.
En la sala de estar sale una luz de colores de su encierro rectangular, un fulgor muy cambiante, un atrayente cobijo temporal, hasta que al poco tiempo unos manotazos provocan mi estampida aérea.
Ya en calma, en intervalo espacio-tiempo que a mí me supone un aburrimiento profundo, vislumbro la figura cilíndrica que se convierte en centro de mi objetivo de posarme y libar, porque me impregna el aroma a glucosa y ya casi me veo alojado en su interior cuando en efecto me poso en el interior de sus paredes, las recorro ante la indolencia de su propietario, me recreo pensando que me ignora el hombre tranquilo -que es como lo bautizo sobre la marcha, la vida puede ser tan corta que toda deliberación ha de venir ágil-, chupo, marco, paseo por encima de las paredes cristalinas del vaso, me acerco más de lo oportuno al poso magnífico de cerveza y limón, me acerco tanto que se empapan las alas sin remedio, que me caigo dentro del líquido, que peleo con ímpetu empeorando aún más las cosas, llenándome patitas, alas y cuerpo de un brebaje milésimas antes majestuoso, milésimas después letal, porque no me vas a negar tú que me miras, tú que no mueves ni un dedo por ayudarme a salir de aquí, tú que diría que te recreas, que te regocijas, que te extasías con tu miserable postura, que me queda medio telediario.

La vereda de la puerta de atrás



Si no fuera
porque hice colocado
el camino de tu espera
me habría desconectado;
condenado
a mirarte desde fuera
y dejar que te tocara el sol.

Y si fuera
mi vida una escalera
me la he pasado entera
buscando el siguiente escalón,
convencido
que estás en el tejado
esperando a ver si llego yo.

Y dejar de lado la vereda de la puerta de atrás
por donde te vi marchar
como una regadera que la hierba hace que vuelva a brotar
y ahora es todo campo ya.

Sus soldados
son flores de madera
y mi ejército no tiene
bandera, es sólo un corazón
condenado
a vivir entre maleza
sembrando flores de algodón.

Si me espera
la muerte traicionera
y antes de repartirme
del todo me veo en un cajón,
que me entierren
con la picha por fuera
pa que se la coma un ratón.

Y muere a todas horas gente dentro de mi televisor;
quiero oír alguna canción
que no hable de sandeces y que diga que no sobra el amor
y que empiece en sí y no en no.

Y dejar de lado la vereda de la puerta de atrás
por donde te vi marchar
como una regadera que la hierba hace que vuelva a brotar
y ahora es todo campo ya.

Dices que a veces no comprendes qué dice mi voz.
¿Cómo quieres que esté dentro de tu ombligo?
Si entre los dedos se me escapa volando una flor
y ella solita va marcando el camino.

Dices que a veces no comprendes qué dice mi voz.
¿Cómo quieres que yo sepa lo que digo?
Si entre los dedos se me escapa volando una flor
y yo la dejo que me marque el camino.


Extremoduro. Yo, minoría absoluta

03 enero 2009

Regreso a Sebastopol (Cuento de Navidad). Desenlace

El camino de subida era al principio una civilizada senda para domingueros, no guardaba tal recuerdo de los tiempos en los cuales yo vivía muy cerca de las montañas, de cuando comenzó todo esto. Luego se tornó el caminar más velado, el ascenso se convertía en vértigo, las piernas acusaron la falta de rodaje, me paré junto a una fuente. Allí conversé con amas de casa y pastores, habitantes de la zona árida, de la elevación pronunciada de los aledaños de Sebastopol. Aquella buena gente me contó historias centenarias, de una supervivencia que a día de hoy constituía la singular forma de vida de este paraje. Cuando existían los osos, los extraños roedores, los dragones. Un hombre perjuraba que su abuelo había eliminado al último dragón con sus propias manos. En verdad, la subsistencia era tan sencilla como sostenerse a base de agricultura y ganadería, apenas se asomaban por el pueblo, quizás alguno sí por la ermita de la Virgen de los Remedios.
Proseguí subiendo al rato por entre los matorrales resecos, caminos repletos de piedras de todos los tamaños y formas, bajo el cielo más limpio que había observado jamás. Más allá desistí de mi -creía entonces- absurda decisión girando y volviendo sobre mis pasos. Así fue como comencé a cruzarme con el ganado y los hombres, especies de lo más horripilante que unos ojos pudieran vislumbrar frente a frente. Y así fue de la manera en que empecé a mirar de otra forma tras charlar con uno de esos hombres, acariciar sus grotescas mascotas y esperpéntico ganado, después de escuchar sus palabras suaves y sin mácula, una vez expulsados fuera prejuicios tontos y puestos los pies en el suelo, porque a quién quería yo engañar.
Esquivé decenas de cuerpos de ardillas o marmotas o qué sé yo qué bichos al unirme a ellos para ascender en grupo, meterme a compartir sus cuevas, empaparme de sus rudimentarios quehaceres, aprender a hacer fuego, producir queso, cultivar la tierra y fornicar con cabras y gallinas si era tal el menester.

Regreso a Sebastopol (Cuento de Navidad). 1ª parte

La noche en que salí por patas de la casa me había ido a dormir a eso de las once, hasta que la vieja chupasangres apareció a los pies de mi cama, se acercó por el lateral diestro y empezó a forcejear conmigo, obsequiándome con un buen mordisco en la mano izquierda mientras yo gritaba “puta hija de puta” sin parar, insultos que no le hicieron cejar en su empeño, todo eso durante dos o tres minutos, el tiempo que tardó en situarse detrás el anciano, una especie de ángel de la guarda, y la fulminó con un perfecto corte en el cuello, provocando el declinar de sus fuerzas, la mueca de espanto en su boca abierta como fauces de animal, el desplome de su cuerpo enjuto sobre la alfombra.
Salí por patas, digo, pues una vez ocurrido todo esto no había señales más diáfanas, no rescaté ni ropa interior en mi huida, me largué con lo puesto, un pijama de franela granate, unas chanclas y tiré disparado hacia la puerta, que me resultó imposible abrir. De nuevo la inestimable colaboración del anciano se alió conmigo, me sujetó por debajo de los brazos -como quien alza a un bebé- y me sacó por el techo de la entrada de la casa, haciéndome atravesar el firmamento sin dolor, como un espíritu, como un muerto, y el vecino no había echado el cierre a la puerta, la cual abrí con un giro de muñeca espectacular, y bajé las escaleras como quien huye del demonio, echando pestes por la boca, aún sobresaltado.

La estación venía a ser la misma tristeza de siempre, me senté en los asientos traseros del autobús, llegué a Méndez Álvaro tras la penosa ruta, me senté en el vagón del metro, volé por las escaleras mecánicas a otro autobús, debajo de las torres, viré del sur al norte, otra vez el norte, a otro autobús con destino al norte, norte-sur-norte inadmisible, mas única salida a la que aferrarse, lo supe junto a la gasolinera, ese horror del que no cabía en entendimiento alguno que no hubiera saltado por los aires todavía, yo con las ganas de hacerlo, aunque no me bajé allí, seguí casi hasta el final del pueblo, me paré a los pies del Hostal Chiscón, donde me alojé con el trabajo bien hecho, sin la necesidad de cambiarme, pues el pijama cubría mi cuerpo y las telarañas me las traía asimismo puestas, y me metí en la cama blandengue y tibia de la noche oscura de Sebastopol.

El paseo por el pueblo al día siguiente me dijo que tampoco era lugar para mí, sólo contemplar a la yonqui anunciando por la Calle Real la hazaña de su compadre, el monstruoso defecar en mitad de la acera de su compadre yonqui, “¡¡Mirad, mirad, jajajaja, está cagando…!!”, sólo el intento de desviarme para no toparme con esa atrocidad, ese gesto animal y vomitivo, sólo el verme abordado por la pareja toxicómana invitándome a que me recreara con su obra, sólo el verles recoger los excrementos y lanzárselos a los transeúntes, sólo el esquivarlos por poco… Era demasiado y tomé una determinación: me iría a la Sierra, primero de visita, después quién sabe.
Me desprendí del pijama y de la cochambre, me vestí con pantalón de pana y forro polar, calcé botas de trekking, las até firmemente, me marché sin pagar del Chiscón.