Amor en Japón
En una ciudad que bien podía ser Lisboa nos juntamos una amiga, tu novio, tú y yo. Salimos a cenar después de una tarde de ruta por las aristas turísticas de la ciudad. Nos pusimos a beber vino antes de la cena. Tú sólo participaste de la primera ronda y luego bebías tónica con una actitud contrapuesta a la de nosotros tres: Sara, Pedro y yo, que le dábamos fuerte al vino, sin mucha medida. Cuando pedimos el primer plato estábamos pasados, todos muy pasados, excepto tú. Aun así cenamos con más vino, bebimos licores tras el café, nos metimos en un pub a tomar copas, a pesar de la poca gracia que a ti te hacía, pues querías ir a la mañana siguiente temprano a la playa. Asistimos en un local al peor espectáculo de fado concebible a precio de oro. Trasegamos más whisky Pedro, Sara y yo; tú pedías tónica de vez en cuando, sin disimular un fastidio evidente. Nos subimos en un taxi, el taxista nos preguntó la dirección del hotel pero le solicitamos que parara en algún bar que conociera y que nos quedara de camino. El hombre paró después de exhibir su conducción temeraria por calles estrechas, empinadas y de dos sentidos. A la vez que tomábamos el séptimo whisky (tú la tercera tónica), el taxista se tragó una jarra de litro de cerveza en tres o cuatro sorbos. Ya en el hotel, arrastrarse era la única manera de alcanzar la cama, así nos reprochaste. Cuando horas más tarde y bien entrado el día salimos del aturdimiento alcohólico, me miraste con odio como al energúmeno que te había impedido disfrutar de la playa, como al imbécil que nunca podría estar a tu lado por infantil, egoísta y caprichoso, el don nadie perpetuo al que jamás tendrías junto a ti. Mimaste a Pedro, le dedicaste tus mejores caricias, tus palabras más dulces, tus sobresalientes gestos. Comprendí que esa misma tarde le diría a Sara que el viaje había terminado, que hiciera lo que quisiera y que, si se lo iba a pensar, me buscara en la parada de taxi más próxima al hotel.