Grégoire Simpson (y 5)
Pese a la consonancia de su apellido, Grégoire Simpson no era inglés, ni mucho menos. Procedía de Thonon-les-Bains. Un día, mucho antes de caer en aquella hibernación fatal, le había contado a Morellet cómo, de niño, tocaba el tambor con los Matagassiers el martes de Carnaval. Su madre, que era modista, le hacía el traje tradicional: el pantalón a cuadros rojos y blancos, la ancha blusa azul, el gorro blanco con borla, y su padre le compraba, en una hermosa caja redonda decorada con arabescos, la careta de cartón que se parecía a una cabeza de gato. Más chulo que un siete y más serio que Dios recorría con el cortejo las calles de la ciudad vieja, de la plaza du Château a la puerta de los Allinges y de la puerta de Rives a la calle de Saint-Sébastien, antes de subir, en la parte alta de la ciudad, a los Belvédères, a atracarse de jamón cocido con enebro y mojado con grandes tragos de Ripaille, aquel vino blanco, claro como agua de glaciar y seco como el pedernal.